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jueves, 24 de octubre de 2013

Anfitrión de Plauto Texto



Texto completo
PRÓLOGO
 MERCURIO
MERCURIO. — Vosotros queréis que yo os sea propicio y os proporcione ganancias en vuestros negocios de compra y venta y que os haga sentir mi protección en todos vuestros asuntos; queréis también éxito para vuestras empresas dentro y fuera de la patria, y prosperidad y provecho continuo en los negocios emprendidos y por emprender; queréis que os comunique buenas noticias a vosotros y a todos los vuestros, que os traiga y os anuncie nuevas favorables a] vuestra república (porque, como sabéis, los otros dioses me han confiado la misión de ser el abogado de las comunicaciones y del comercio); lo mismo, pues, que vosotros queréis mi bendición para todo lo que acabo de decir, y que ponga mi esfuerzo al servicio del continuo acrecentamiento de vuestras ganancias, lo mismo os pido yo por mi parte ahora que guardéis silencio durante esta representación y que seáis para ella jueces justos y equitativos.
         Ahora os voy a decir por orden de quién y para qué vengo, y al mismo tiempo os daré mi nombre: vengo por orden de Júpiter, mi nombre es Mercurio.Júpiter, mi padre, me ha enviado a vosotros con un ruego: él sabía bien que lo que os dijera de su parte sería para vosotros una orden, porque es consciente de que le reverenciáis y le teméis, como es natural tratándose de Júpiter; pero así y todo me ha encargado que os
hiciera mi petición como si fuera un ruego, en términos corteses y amables; porque es que el Júpiter este aquí de nuestra compañía, por orden del cual estoy ante vosotros, pues eso, no teme menos que cualquiera de los presentes una paliza: él ha nacido de una madre humana y de un padre humano, o sea, que no tiene que causar extrañeza a nadie que tenga sus escrúpulos; y el caso es que también yo, que soy hijo de Júpiter, tengo miedo a los palos, seguro que por influjo de mi padre. Por lo mismo vengo en son de paz y a traeros la paz: lo que yo quiero de vosotros es una cosa justa y sin problemas; yo he recibido el encargo de venir como embajador justo a hacer una petición justa a gente que también lo es; y es que no está bien pedir cosas injustas a personas justas, pero el pedir cosas justas a gente injusta, es una necedad, que los que son injustos ni quieren saber nada del derecho ni se atienen al mismo.
         Pero ahora, prestad todos atención a lo que os voy a decir: vosotros debéis estar dispuestos a complacernos, que bastante es lo que hemos hecho, lo mismo yo que mi padre, por vosotros y por vuestro pueblo. Yo no tengo por qué enumerar —como he visto hacer a otros dioses en las tragedias, por ejemplo a Neptuno, el Valor, la Victoria, Marte o Belona, al ponerse a relatar los beneficios que os han hecho—, no quiero enumerar, digo, los beneficios de  que para todos es artífice mi padre, el soberano de los dioses. Y es que nunca fue tampoco él así, de condición de echar en cara sus beneficios a las buenas personas. Él piensa que le estáis agradecidos por ello y que os hace a justo título los beneficios que os hace.
         Ahora os voy a decir, primero a qué he venido y después os explicaré el argumento de esta tragedia. Pero bueno, ¿qué pasa?, ¿fruncís el ceño porque he dicho que iba a ser una tragedia? Nada, no hay que apurarse, soy un dios, la transformaré; si es que estáis de acuerdo, la volveré de tragedia en comedia sin cambiar un solo de verso. ¿Queréis, sí o no? Pero tonto de mí, de preguntároslo, como si no supiera lo que queréis, siendo un dios. Ya sé lo que os gustaría: haré una mezcla, una tragicomedia; no, es que hacer que sea todo el tiempo una comedia, viniendo reyes y dioses, la verdad, no me parece ni medio bien. Vamos a ver, como también hay un papel de esclavo, haré que sea una tragicomedia, como acabo de decir. Bueno, pues Júpiter me ha dicho que os pida que vaya gente inspeccionando fila por fila a los espectadores, y que si se dan cuenta de que están allí para hacer de claque en favor de alguno de los actores, que se les coja allí mismo en prenda la toga; y los que hayan intrigado para hacer conseguir la palma a los actores o a cualquiera de los artistas (ya sea por escrito o  personalmente o por un tercero), asimismo si los ediles la dieran de manera fraudulenta a alguno, ha ordenado Júpiter que se les aplique la misma ley que si hubieran intrigado para conseguir un cargo público para sí o para otro Júpiter ha dicho que vosotros debéis vuestras victorias a vuestro valor y no a las intrigas o al fraude: ¿por qué no va a valer la misma ley para los actores que para las personas de alta categoría? Hay que esforzarse por salir adelante por los propios méritos, no por medio de alabarderos; alabarderos tiene de sobra siempre el que actúa como debe, presupuesto que sean personas honradas los que tienen la cosa en la mano. Asimismo, me ha dicho también Júpiter que hubiera inspectores para los comediantes: que a los que encargara gentes para que los aplaudan o para quitar el favor del público a otro, que les hicieran pedazos sus  disfraces y su pellejo. No querría que os extrañarais de por qué se preocupa Júpiter ahora de los comediantes; no os asombréis: el mismo Júpiter en persona va a representar esta comedia.
          ¿A qué viene esa sorpresa? ¡Como si fuera una novedad el que Júpiter haga oficio de comediante! Además, el año pasado, cuando los comediantes lo invocaron aquí en las tablas, vino en su auxilio. Y luego, en las tragedias sale de todas maneras. Esta pieza, digo, la va a representar, pues,  hoy Júpiter en persona y yo junto con él. Ahora prestad atención mientras os explico el argumento de la comedia. Esta ciudad es Tebas. En esa casa vive Anfitrión, nacido en Argos al igual que su padre, y que está casado con Alcmena, hija de Electrión. Anfitrión es ahora general en jefe del ejército, porque es que los tebanos están en guerra con los teléboas. Antes de salir para el frente, dejó embarazada a su mujer Alcmena.Bueno, yo creo que vosotros sabéis ya cómo es mi padre, lo liberal que es en todas estas materias y qué pasión tan grande pone una vez que le ha entrado algo por el ojo. Mi padre empezó a hacerle el amor a Alcmena a espaldas de su marido y se unió con ella, dejándola encinta de su unión; o sea, para que estéis bien enterados ahora con respecto a Alcmena: ella está doblemente embarazada, de su marido y del soberano Júpiter.
         Ahora mismito está de mi padre ahí dentro acostado con ella, y por ese motivo es esta noche más larga, mientras está disfrutando ahí con la mujer que quiere. Sólo que se ha cambiado la figura, de modo que parece que es Anfitrión.
         Ahora, para que no os extrañéis de mi indumentaria, de que venga aquí con figura de esclavo: os voy a ofrecer una vieja y antigua historia en una forma nueva, por eso me presento ante vosotros con una nueva indumentaria. O sea, mi padre está ahora ahí dentro, Júpiter, metamorfoseado en Anfitrión, y todos los esclavos que le ven, se creen que lo es —así cambia el pellejo cuando le da la gana—; y yo he tomado la figura del esclavo Sosia,., que ha acompañado a Anfitrión a la guerra, para poder estar así al servicio de mi enamorado padre y para que la gente de la casa no me preguntara que quién era al verme andar de acá para allá.
         Así, como creen que soy un esclavo y un colega suyo, pues nadie me preguntará quién soy o qué es lo que hago aquí. Mi padre está ahora a sus anchas ahí dentro: está en la cama abrazado a la mujer objeto de todos sus deseos; le está contando a Alcmena todas las cosas que han pasado en la guerra; ella se cree que es su marido, y en realidad, está con un adúltero. Ahí mi padre le cuenta ahora cómo ha puesto en fuga las legiones de los enemigos y todos los trofeos que ha recibido en premio. Nosotros le hemos quitado a Anfitrión los trofeos que le han dado; claro, mi padre no tiene dificultad alguna para hacer todo lo que quiere. Pero la cosa es que hoy llega aquí Anfitrión de vuelta de la guerra y también el esclavo de quien yo he tomado la figura en que me veis. Ahora, para que nos podáis distinguir más fácilmente: yo llevaré este penachillo aquí en el sombrero, mi padre un cintillo de oro por bajo del suyo, Anfitrión no lo llevará: estos distintivos no serán visibles para la gente de la casa, pero sí para vosotros. Pero ése es Sosia, el esclavo de Anfitrión, viene del puerto con su farol. Ya me encargaré yo de mantenerle alejado de la casa cuando llegue. ¡Poned atención, que merecerá la pena el ver aquí a Júpiter y Mercurio haciendo de comediantes!
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA. SOSIA, MERCURIO
 SOSIA. — Mira que se necesita ser atrevido y confiado de verdad para, sabiendo cómo es la gente joven, andar solo  por aquí a estas horas de la noche. A ver qué haría yo ahora, si me llevara la ronda de la policía a la cárcel. Me sacarían de allí al día siguiente, como se sacan las provisiones de la despensa, para recibir una buena ración de palos; ni me sería posible defenderme, ni mi amo estaría dispuesto a prestarme ayuda, ni habría nadie que no pensara que me estaba pero que muy bien empleado. Como si fuera un yunque, se pondrían a pegarme golpes ocho tíos como castillos; ése sería el alojamiento con que me honraría oficialmente la ciudad a mi vuelta del extranjero. Y de todo esto no tiene la culpa más que la frescura de mi amo, que me ha hecho salir a la fuerza del puerto a estas horas de la noche. ¿Es que no podía haberme mandado aquí igual al ser de día? La esclavitud es más dura cuando el amo es un potentado, se es más desgraciado cuando se es esclavo de un hombre rico: de día y de noche tienes más que de sobra que hacer o que decir, de forma que no puedas parar un minuto en paz; el amo que por ser rico no tiene ni idea de lo que es el trabajo y la fatiga, se figura que es posible todo lo que a uno se le antoja; se cree que eso es la cosa más normal del mundo y no se da cuenta de los sudores que cuesta; ni se parará a pensar si está bien o mal lo que manda. O sea, que en la esclavitud hay que pasar por muchas injusticias: es una carga que hay que llevar y soportar a fuerza de sudores.
MERCURIO. — (Aparte) Mejor podía yo quejarme de la esclavitud que no él: a mí, que era hoy mismo libre, me ha reducido mi padre a la esclavitud; éste, que ha nacido esclavo, se queja.
SOSIA. — Verdaderamente que soy un canalla de esclavo: ¿se me ha pasado siquiera por la imaginación invocar a los dioses al llegar y darles las gracias por los beneficios recibidos? Diablos, si me quieren pagar en la misma moneda, van a echar mano de alguien que me parta la cara a mi llegada, por no haber agradecido ni echado cuenta de los beneficios que me han hecho.
MERCURIO.—(Aparte.) Éste hace lo que pocos, él mismo sabe bien lo que se merece.
SOSIA. — Lo que ni yo ni otro ninguno de mis compatriotas hubiera podido ni soñar, eso es lo que ha sucedido: sanos y salvos nos encontramos de vuelta en la patria. Vencidos los enemigos, vuelve el ejército victorioso a la patria, después de haber dado cima a la mayor de las contiendas y muerte a los enemigos. La ciudad que ocasionó tantas dolorosas muertes al pueblo tebano ha sido vencida y expugnada por la fuerza y el valor de nuestros soldados, bajo el mando y los auspicios particularmente de Anfitrión, mi amo, que ha enriquecido a sus conciudadanos con botín, territorios y gloria y ha consolidado al rey Creón su reino. Él me ha mandado a mí por delante del puerto a casa, para que le diera estas noticias a su esposa, de cómo ha llevado a cabo la misión encomendada bajo su dirección, su mando y sus auspicios. Voy a pensar ahora cómo se lo cuento, cuando llegue; si digo mentiras, no haré más que a lo que estoy hecho; porque la verdad es, que cuando los otros peleaban con todas sus ganas, entonces yo huía con todas las mías; pero, bueno, yo haré como que he estado presente y contaré lo que he oído decir. Pero primero voy a pensar aquí para mis adentros cómo y de qué manera se lo tengo que contar. Así empezaré a decir: a lo primero, cuando llegamos allí, luego que tomamos tierra, en seguida  fue Anfitrión y escogió unos delegados entre los más principales de sus jefes; los manda de embajadores y les ordena comunicar  a los teléboas su propuesta: si es que están dispuestos a entregar por las buenas y sin llegar a las manos todo lo que han robado y a los autores de los robos y a devolver todo lo que se han llevado, entonces él hará retornar inmediatamente al ejército a sus lares, los argivos abandonarán el territorio enemigo y los dejará tranquilos y en paz; si es que son otras sus intenciones y no le dan lo que les pide, entonces, está dispuesto a cargar sobre su ciudad en ataque masivo, con todo su potencial bélico. Cuando los delegados de Anfitrión les relataron todo esto ce por be a los teléboas, que son una gente de muchos humos, van y, confiados en su valor y en sus fuerzas, con una altanería y una desconsideración sin límites, increpan a nuestros enviados y les dicen que ellos pueden salvaguardarse por la guerra a sí y a los suyos y que, por lo tanto, que se den prisa en sacar el ejército de su territorio. Cuando los legados trajeron esta respuesta, Anfitrión hace salir enseguida a todo el ejército del campamento. Por su parte, los teléboas hacen salir de la ciudad sus legiones, que iban equipadas con unas armas fantásticas. Después que salen de ambas partes con  todas las tropas, se alinean los soldados, se forman las filas, nosotros disponemos nuestras legiones según nuestra costumbre y manera, los enemigos hacen igual por su parte. Después, van y salen los dos generales al medio y hablan uno con otro fuera de las filas. Se ponen de acuerdo en que los que salgan vencidos en el combate entreguen al vencedor la ciudad, sus territorios, sus altares, sus hogares y sus personas. Entonces se ponen a sonar las trompetas de un lado y del otro. Resuena la tierra, lanzan las dos partes un griterío, los dos generales, el nuestro, el de ellos, hacen votos a Júpiter, arengan cada uno a sus hombres. A continuación cada uno por su parte da de sí todo lo que está en sus fuerzas y en sus posibilidades, chocan las armas, se quiebran los dardos, retumban los cielos con el bramido de los soldados, se forma una nube con el aliento y el jadeo, caen los hombres bajo la violencia de los golpes. Al fin, se imponen nuestros soldados con arreglo a nuestros deseos: los enemigos caen a racimos, los nuestros se les echan encima, quedamos victoriosos frente a nuestros arrogantes adversarios. A pesar de todo, nadie se da a la fuga ni cede un paso, siguen luchando a pie firme; prefieren perder la vida a moverse un solo paso hacia atrás; todos caen allí mismo donde estaban en pie y guardan allí la fila. Cuando Anfitrión mi amo se apercibe de ello, manda enseguida meter la caballería por la derecha; los jinetes obedecen rápidos: se lanzan por la  derecha con gran griterío en un fogoso asalto, rompen las filas enemigas y aplastan sus tropas, justo castigo a la violación de la justicia.
MERCURIO. — (Aparte.) Hasta ahora no ha dicho ni una palabra falsa, que yo mismo estuve allí, y mi padre también, durante el combate.
SOSIA. — El enemigo se da a la fuga; entonces los nuestros cobran ánimos; los teléboas llevan sus cuerpos acribillados de dardos en su retirada y el mismo Anfitrión le corta la cabeza por propia mano al rey Ptérelas. El combate  duró desde la mañana a la tarde (que me acuerdo sobre todo de ello porque me pasé el día sin probar bocado), pero al fin,  la noche puso término a la lucha con su llegada. Y al  día siguiente vienen a nuestro campamento los jefes de la ciudad, con lágrimas en los ojos; llevaban en sus manos las enseñas de los suplicantes1 y nos piden que perdonemos su falta y se entregan ellos con todas sus cosas, divinas y humanas, su ciudad y sus hijos todos al poder y al arbitrio del pueblo tebano. Después, se le entrega a Anfitrión mi  amo, en premio a su valor, la copa de oro de la que bebía el rey Ptérelas. Así se lo contaré todo a mi ama. Ahora, a lo que iba, a cumplir el encargo de mi amo y a recogerme a casa.
MERCURIO. — (Aparte.) Eh, eh, ese viene para acá, saldré a su encuentro, ni hablar de dejarle acercarse a la casa. Como tengo su mismo aspecto, verás cómo le tomo el pelo. Y verdaderamente, como he tomado su figura y su condición no está mal que me apropie también de su manera de ser y de obrar; así que tengo que ser malo, pillo, ladino y echarle  de la puerta con sus mismas armas, con la malicia. Pero, ¿qué es lo que ocurre ahora? Está mirando al cielo; voy a observar lo que hace.
SOSIA. — Demonio, desde luego, si hay una cosa de la que estoy seguro cien por cien, tengo la impresión de que el lucero de la noche ha cogido una borrachera y se ha quedado dormido; porque ni la Osa Mayor se mueve a parte ninguna en el cielo, ni la luna se cambia del punto por donde ha salido, ni Orión, ni Venus, ni las Pléyades se ponen: ni un pelo se mueven de donde están, ni la noche deja paso al día por parte ninguna.
MERCURIO. — (Aparte.) Noche, continúa como empezaste, dale gusto a mi padre. Tú prestas así el mejor de los servicios al mejor de los dioses de la mejor manera posible, no te quedarás sin recompensa.
SOSIA. — Yo no creo haber visto en mi vida una noche más larga que ésta, aparte, claro está, de una que me la pasé entera colgado, después de que me dieron de palos; bien sabe Dios que aquélla le ganó en largura a ésta. Diablos, tengo la impresión de que el sol está durmiendo después de haber bebido a base de bien; milagro si no es que durante la cena se ha pasado un si es no es de la raya con el copeo.
MERCURIO.  (Aparte.) ¿Qué dices, bribón? ¿Te crees que los  dioses son como tú? Te las vas a tener que ver conmigo por esa manera de hablar y de portarte. Deja, acércate, te vas a encontrar con la horma de tu zapato.
SOSIA. — ¿Dónde están esos bragueteros a los que no les gusta dormir solos? Esta noche es única para pasarla con una tía que te haya costado cara.
MERCURIO. — (Aparte.) Según lo que dice éste, mi padre sabe bien lo que se hace, que se deja ir echado en brazos de Alcmena, su amada.
SOSIA. — Voy a decirle a Alcmena lo que me ha encargado el amo. Pero ¿quién es ese individuo que está ahí a la puerta a estas horas de la noche? No me hace gracia ninguna.
MERCURIO.  (Aparte.) Éste es un miedoso como hay pocos.
SOSIA. — Se me está viniendo a las mientes, que ese hombre va a tejerme de nuevo la capa, con la lanzadera, a fuerza de golpes, digo.
MERCURIO. — (Aparte.) Tiene miedo; verás cómo le tomo el pelo.
SOSIA. — Muerto soy: siento una desazón en los dientes: seguro que cuando me acerque me va a recibir a puñetazos. Seguro que es que se compadece de mí; como mi amo me ha hecho pasar la noche en vela, quiere hacerme dormir a fuerza de puños. Estoy perdido, ¡Santo Dios!, ¡qué tío más grande y más forzudo!
MERCURIO. — (Aparte.) Voy a hablar en alto, para que me oiga  lo que digo; verás cómo le entra así todavía más miedo. Venga, queridos puños, ya hace tiempo que no me llenáis la andorga. Me parece que hace un siglo desde ayer, cuando habéis dejado fuera de combate y en cueros a los cuatro tipos aquellos.
SOSIA. — Estoy temblando, que no me cambie éste el nombre  y me ponga Quinto en lugar de Sosia; afirma que ha dejado ayer fuera de combate a cuatro, mucho me temo que conmigo vamos a ser cinco.
MERCURIO. — (Aparte.) ¡Hala pues, así se hace!
SOSIA — Se arremanga la túnica; ya se está preparando.
MERCURIO. — (Aparte) No se escapará sin recibir palos.
SOSIA. — Pero, ¿quién?
MERCURIO. — (Aparte.) El primero que se acerque aquí, se va a comer mis puños.
SOSIA. — Quita, quita, no tengo ganas de comer a estas horas de la noche, yo acabo de cenar, de modo que, si eres prudente, harás mejor en darle esa cena a gente que tenga hambre.
MERCURIO. — (Aparte.) ¡Menudo peso tiene este puño!
SOSIA. — ¡Muerto soy, está sopesando sus puños!
MERCURIO.  (Aparte.) ¿Qué tal, si le hago un par de caricias, para que se duerma?
SOSIA. — Pues sería mi salvación, porque llevo ya tres noches seguidas sin pegar ojo.
MERCURIO. — (Aparte.) Esto es un fastidio, no doy golpe, esta mano no tiene la técnica de dar buenos guantazos; y es que tienes que dar los puñetazos de tal modo, que le cambies la cara al que le toques.
SOSIA. — Este hombre me va a dejar bien retocado y me va a modelar una cara nueva.
MERCURIO. — (Aparte.) A quien tú le des un buen golpe, no le tienes que dejar ni un hueso en toda la cara. SOSIA. — Milagro si no es que está pensando éste en deshuesarme como a un besugo. ¡Al diablo con este deshuesador de hombres! Si me descubre, estoy perdido.
MERCURIO. — (Aparte.) A carne humana me huele de algún desgraciado.
SOSIA. — Pero bueno, ¿es que doy yo algún olor?
MERCURIO. — (Aparte.) Y además, quien sea, no debe estar lejos, pero es alguien que viene de lejos.
SOSIA. — Este hombre es adivino.
MERCURIO.  (Aparte.) Tengo los puños muy intranquilos.
SOSIA. — Pues si vas a ensayarte conmigo, por favor, desbrávalos primero contra una pared.
MERCURIO. — (Aparte.) Ha llegado por los aires una voz a mis oídos.
SOSIA. — Verdaderamente ha sido una mala suerte el no cortarle un poco las alas: resulta que tengo una voz que vuela.
MERCURIO.  (Aparte.) Ese hombre viene aquí a buscarse su perdición a uña de caballo.
SOSIA. — Pues lo que es yo, no tengo conmigo cabalgadura alguna.
MERCURIO. — (Aparte.) Hay que cargarle de puñetazos a base de bien.
SOSIA. — Estoy cansado todavía del barco con el que hemos hecho la travesía, ¡maldición!, todavía estoy mareado, apenas puedo dar un paso sin carga, no creas que voy a poder andar con peso ninguno.
MERCURIO. — (Aparte.) Pues desde luego aquí habla quien sea.
SOSIA. — Estoy salvado, no me ve; afirma que habla «quien sea», y yo no me llamo así, sino Sosia.
MERCURIO. — (Aparte.) Aquí por la derecha parece que hiere una voz mis oídos.
SOSIA. — Temo no vaya a ser golpeado yo hoy a cuenta de la voz que le hiere a éste.
MERCURIO. — (Aparte.) ¡Estupendo, se me acerca!
SOSIA. — Estoy aterrado, paralizado, ni siquiera podría decir en dónde demonios me encuentro, si alguien me lo pregunta, desgraciado de mí, no puedo ni dar un paso a fuerza de miedo; cosa hecha: al demonio se han ido juntitos los encargos del amo y Sosia. Pero te aseguro que voy a atreverme a hablar con el tipo este, para darle la impresión de valiente y que no me ponga así la mano encima.
MERCURIO. — ¡Eh! ¿A dónde vas con el dios del fuego metido ahí en ese farol?
SOSIA.— ¿Para qué lo quieres saber, tú, que le partes a la gente los huesos de la cara a fuerza de puñetazos?
MERCURIO. — ¿Eres libre o esclavo?
SOSIA.— Soy lo que me da la gana.
MERCURIO. — ¿De verdad?
SOSIA.— Sí, de verdad.
MERCURIO. — Te estoy viendo apaleado.
SOSIA — Y yo te estoy viendo mentir.
MERCURIO. — Ya verás cómo no.
SOSIA.— Bueno, ¿y a cuento de qué?
MERCURIO. — ¿Puedo saber a dónde vas, quién es tu amo y qué es lo que quieres aquí?
SOSIA.— Vengo aquí, soy esclavo de mi amo; ¿estás ahora mejor enterado?
MERCURIO. — ¡Sinvergüenza, ya verás cómo voy yo a zumbármela a esa mala lengua!
SOSIA.—Imposible: está muy bien guardada y es muy pudorosa.
MERCURIO. — ¿Te empeñas en seguir platicando? ¿Qué tienes tú que hacer en esta casa?
SOSIA.— Eso mismito te pregunto yo a ti.
MERCURIO. — El rey Creón pone aquí siempre un sereno por las noches.
SOSIA.— Muy bien hecho: como nosotros estábamos fuera, aquí se ha hecho cargo él de la vigilancia; pero ahora, márchate, dile que ya han venido los de casa.
MERCURIO. — Yo no sé en qué grado eres tú de la casa o no, pero si no te largas de aquí ahora mismo, tú, que dices pertenecer a esta familia, verás la familiaridad con que te voy a recibir.
SOSIA.— Aquí, digo, vivo yo, y soy esclavo de la familia esta.
MERCURIO. — ¿Sabes una cosa? Verás cómo te voy a convertir hoy en un gran señor, si no te largas de aquí.
SOSIA.— Y ¿cómo?
MERCURIO. — Te llevarán otros, no te irás por tus pies, si echo mano de un palo.
SOSIA.— Pero si te digo que yo soy uno de aquí, de los de la casa.
MERCURIO. — Tú dirás los palos que quieres recibir si no te largas inmediatamente
SOSIA.  Pero, ¿pretendes no dejarme entrar en casa viniendo de fuera?
MERCURIO. — Pero, ¿es que es ésta acaso tu casa?
SOSIA. — Sí que lo es, digo.
MERCURIO. — ¿Quién es tu amo entonces?
SOSIA. — Anfitrión, que es ahora general en jefe del ejército tebano, el marido de Alcmena.
MERCURIO. — A ver, ¿cómo te llamas?
SOSIA.  Sosia me dicen los tebanos, hijo de Davo.
MERCURIO. — Verdaderamente que por tu mal has venido hoy aquí con esa sarta de mentiras, eres el colmo de la desvergüenza, no paras de tramar enredos.
SOSIA. — Nada de tramar enredos, trama tienen las túnicas con que vengo.
MERCURIO. — Pues sigues mintiendo, porque vienes con los pies, no con las túnicas.
SOSIA. — Así es, en efecto.
MERCURIO. — Recibe entonces ahora una paliza en efecto, por mentir de esa manera.
SOSIA. — En efecto te juro que no quiero.
MERCURIO. — Pues entonces te juro que vas a ser apaleado en efecto quieras que no. (Le pega.) Y este «en efecto» es, pero que bien seguro; no admite discusión.
SOSIA. — ¡Misericordia, por favor!
MERCURIO. — ¿Te atreves a decir que eres Sosia, si lo soy yo?
SOSIA. — ¡Muerto soy!
MERCURIO. — Eso no es nada para lo que te espera. ¿Quién es tu amo, pues?
SOSIA. — Tú que me has hecho tuyo a fuerza de puños. ¡Socorro, tebanos!
MERCURIO. — ¿Gritos encima, canalla? ¡Habla! ¿A qué has venido?
SOSIA. — A que tuvieras a quien dar de puñetazos.
MERCURIO. — ¿A quién perteneces?
SOSIA. — Soy Sosia, de Anfitrión, digo.
MERCURIO. — Pues ahora, por decir falsedades, vas a recibir golpes; yo soy Sosia, no tú.
SOSIA. — ¡Ojalá lo fueras tú y yo el que reparte palos!
MERCURIO. — ¿Te atreves a decir ni una palabra más?
SOSIA. — Ya me callo.
MERCURIO. — ¿Quién es tú amo?
SOSIA. — El que tú quieras.
MERCURIO. — Entonces, qué, ¿cómo te llamas?
SOSIA. — De ninguna manera, sino como tú digas.
MERCURIO. — Pues, ¿no decías que eras Sosia, el esclavo de Anfitrión?
SOSIA. — Me he confundido, lo que quise decir es que era «socio» de Anfitrión.
MERCURIO. — Bien sabía yo que no tenemos otro esclavo que se llame Sosia, aparte de mí. Tienes perdida la cabeza.
SOSIA. — ¡Ojalá que fuera el mismo caso con tus puños!
MERCURIO. — Yo soy el Sosia que tú  me decías que eras.
SOSIA. — Te suplico que me permitas hablarte por las buenas sin recibir palos.
MERCURIO. — De acuerdo, pero sólo te concedo una breve tregua, si es que quieres decirme algo.
SOSIA. — No diré nada, sino después de firmada la paz, que tú tienes unos puños más fuertes.
MERCURIO. — Habla, si quieres algo, no te haré nada.
SOSIA. — ¿Me puedo fiar de tu palabra?
MERCURIO. — Puedes fiarte.
SOSIA. — ¿Y si me engañas?
MERCURIO. — Entonces, caiga sobre Sosia  la ira del dios Mercurio.
SOSIA. — Escúchame, ahora puedo hablar con libertad lo que quiera: yo soy Sosia, esclavo de Anfitrión.
MERCURIO. — ¿Otra vez con las mismas?
SOSIA. — Hemos hecho la paz, hemos hecho un pacto; digo la verdad.
MERCURIO. — Vete al cuerno.
SOSIA. — Puedes hacer lo que te dé la gana y como te dé la gana, que tus puños son más fuertes; pero, hagas lo que hagas, esto, ¡por Dios!, que no me lo callo.
MERCURIO. — En tu vida conseguirás jamás que no sea yo  Sosia.
SOSIA. —Y tú, te juro que no conseguirás que pertenezca a otro, ni hay donde yo esté otro Sosia. fuera de mí, yo, que  salí de aquí con Anfitrión para la guerra.
MERCURIO. — Este hombre está mal de la cabeza.
SOSIA. — Eso mismo que me echas en cara, es a ti a quien te pasa; demonio, ¿es que no soy yo acaso Sosia, el esclavo de Anfitrión? ¿No ha llegado esta noche nuestro barco aquí  desde el Puerto Pérsico, el barco que me ha traído? ¿No me ha mandado aquí mi amo? ¿No estoy yo ahora aquí delante de nuestra casa? ¿No tengo una farola en mi mano? ¿No hablo, no estoy despierto? ¿No acabo de recibir de éste una buena tunda? ¡Caray que no ha sido así, que todavía me duelen las mandíbulas, pobre de mí! ¿A qué pues tanto titubeo, o por qué no entro ya de una vez en nuestra casa?
MERCURIO. — ¿Cómo «nuestra» casa?
SOSIA. — Sí señor, nuestra casa.
MERCURIO. —No señor, todo lo que acabas de decir son mentiras: yo soy en realidad Sosia,  el esclavo de Anfitrión, que esta noche hemos despegado con nuestro barco del Puerto Pérsico y conquistamos la ciudad donde reinaba el rey Itérelas y nos hicimos por la fuerza de nuestras armas con las legiones teléboas, y Anfitrión en persona le cortó la cabeza al rey Ptérelas en el combate.
SOSIA.—(Aparte.) Llego a dudar hasta de mí mismo, cuando le oigo a éste relatar todo esto: desde luego se sabe ce por be todo lo que ha ocurrido allí. Pero, a ver, ¿qué es el regalo que le han hecho los teléboas a Anfitrión?
MERCURIO. — La copa de oro de la que bebía el rey Ptérelas.
SOSIA. — (Aparte.) Así es como ha dicho. ¿Y dónde está ahora esa copa?
MERCURIO. —En una caja que está precintada con el sello de Anfitrión.
SOSIA. — ¿Y cómo es el sello?
MERCURIO. — El sol saliendo con su cuadriga. ¿Quieres cogerme en un renuncio, ¿no es verdad, canalla?
SOSIA. — (Aparte.) Sus pruebas son convincentes, tengo que buscarme otro nombre, yo no sé desde dónde ha visto éste todo esto. Pero ahora le voy a coger bien cogido, porque lo que he hecho yo estando solo, sin haber nadie presente dentro de la tienda, eso no me lo podrá decir de manera ninguna. Sí tú eres Sosia, ¿qué es lo que hiciste en la tienda mientras las legiones estaban en lo más duro del combate? Si me lo dices, me doy por vencido.
MERCURIO. — Había allí un cántaro de vino, he cogido y llenado una jarra.
SOSIA. — (Aparte.) Va por buen camino.
MERCURIO. — Y me eché el vino al coleto, puro, tal como lo trajo al mundo la madre que lo parió.
SOSIA. — (Aparte.) Desde luego, así fue, que yo me tragué allí una jarra de vino puro; milagro si no es que estaba él dentro.
MERCURIO. — ¿Qué dices ahora? ¿Te das por vencido de que no eres Sosia,?
SOSIA. — ¿Tú afirmas que no lo soy?
MERCURIO. — ¿Cómo no lo voy a afirmar, si lo soy yo?
SOSIA. —Juro por Júpiter, que lo soy yo y que no digo mentira.
MERCURIO. — Y yo juro por Mercurio que Júpiter no te creerá; porque sé muy bien, que me cree más a mí sin juramentos, que a ti con ellos.
SOSIA. — Entonces, dime quién soy yo, si no soy Sosia.
MERCURIO. — Cuando yo no quiera ser Sosia, entonces puedes serlo tú, ahora, como lo soy yo, recibirás una paliza, si no te largas, forastero.
SOSIA.  (Aparte.) ¡Diablos!, la verdad es que, cuando le miro a él, reconozco mi figura, tal como yo soy (que me he mirado muchas veces en el espejo); se parece una barbaridad a mí; tiene el mismo sombrero y el mismo vestido; es igualito que yo: las piernas, los pies, la estatura, el peinado, los ojos, la nariz y la boca, el corte de cara, la barbilla, la barba, el cuello: todo. ¿Para qué más? Si es que tiene la espalda llena de cicatrices, no hay dos cosas más parecidas. Pero si recapacito, yo soy seguro el mismo que he sido siempre; conozco a mi amo, conozco nuestra casa; tengo la cabeza clara y me doy cuenta de todo. Ea, no le hago caso, voy a llamar a la puerta.
MERCURIO.— ¿A dónde vas?
SOSIA.— A casa.
MERCURIO. — Aunque salgas corriendo de aquí montado en el carro del mismo Júpiter, ni así siquiera podrás escapar a tu perdición.
SOSIA.— ¿No puedo decir a mi ama lo que me ha encargado el amo?
MERCURIO. — Díselo a la tuya, si quieres; a la nuestra, no permitiré que le hables. Y si me haces perder los nervios, te vas a ir de aquí con las costillas hechas pedazos.
SOSIA.— Más vale que me vaya. ¡Válgame Dios! ¿Dónde me he buscado mi perdición? ¿Dónde he sido transformado? ¿Dónde he perdido la figura de antes? ¿Es que me he dejado yo a mí mismo olvidado allí sin darme cuenta? Porque es que desde luego éste es una reproducción exacta de mi persona, según lo que yo era hasta lo presente, es un retrato mío; nada, que se me hace ya en vida, lo que a un pobre desgraciado como yo no le iba a hacer nadie después de muerto. Me voy al puerto y le contaré al amo lo que ha pasado; a no ser que él tampoco me reconozca; Júpiter lo quiera, para que hoy mismo, pelado y calvo, me den el gorro de la libertad4. (Se va.)
  ESCENA SEGUNDA MERCURIO
MERCURIO. — ¡Qué bien me ha salido la cosa! He conseguido  largar de la puerta al mayor impedimento para que mi padre pudiera continuar en los brazos de Alcmena sin riesgo alguno. Cuando el otro encuentre a su amo Anfitrión, le contará que el esclavo Sosia le ha impedido entrar en casa; Anfitrión pensará naturalmente que le está contando mentiras y no creerá que ha venido aquí como él le había ordenado, ¡buenos los voy a poner a fuerza de equívocos y  de locura a los dos y a toda la casa de Anfitrión, hasta que mi padre se sacie de la mujer que ama! Al final, todos se enterarán de lo que ha pasado; luego, ya se encargará Júpiter de restablecer la armonía entre Alcmena y su marido, porque Anfitrión al principio le armará un escándalo a su mujer y la acusará de adulterio; entonces mi padre apaciguará la tempestad, por mor de ella. Pero ahora, que antes eso no dije, de Alcmena, que va a dar a luz hoy dos gemelos: uno nacerá a los nueve meses, el otro a los siete; uno de ellos es de Anfitrión, el otro de Júpiter: pero el niño menor es hijo del padre mayor, el mayor, del menor.
¿Enterados? Pero por mor de Alcmena ha procurado mi padre que nazcan al mismo tiempo, para que salga de una vez del doble trabajo y para que no se sospeche de un adulterio y queden así ocultas sus relaciones clandestinas; aunque, como os he dicho, Anfitrión se enterará al final de todo; y qué, nadie se lo tomará a mal a Alcmena; porque no parece que esté bien que un dios permita que de lo que es una transgresión y una culpa propia se le vayan a pedir cuentas a un simple mortal.  Pero me callo la boca, suena la puerta: el doble de Anfitrión sale con Alcmena, su esposa de pega.
ESCENA TERCERA JÚPÍTER, ALCMENA, MERCURIO

JÚPITER. — Adiós, Alcmena, continúa a la vela de nuestra casa y familia; y por favor, cuídate; ya sabes que se cumplen los meses. Yo no tengo más remedio que irme, hazte cargo tú en mi nombre del hijo o de la hija que nos nazca.
ALCMENA. — ¿Qué es esto de tener que marcharte tan pronto de casa, esposo mío?
JÚPITER. — Bien sabe Dios, que no es que sienta disgusto de ti o de nuestro hogar; pero cuando el general no está con el  ejército, ocurre más rápido lo que no debe suceder que lo que no hace falta que suceda.
MERCURIO.  (Aparte.) ¡Qué embustero tan perfecto, como mi padre que es! Ya veréis con qué suavidad va a calmar a la señora.
ALCMENA. — Por Dios, ya veo que tu esposa no significa nada para ti.
JÚPITER. — Pero, ¿es que no te basta si no hay otra mujer a la que ame igual que a ti?
MERCURIO.  (Aparte.) Te juro que, si Juno supiera los negocios que te traes entre manos, yo haría que prefirieras ser Anfitrión que no Júpiter.
ALCMENA. — Obras son amores y no buenas razones. Te vas antes de haber calentado siquiera en nuestro lecho el lugar donde te echaste. ¿Has venido ayer a media noche y te vas ya? ¿Te parece bien una cosa así?
MERCURIO. — (Aparte.) (Voy a acercarme y a hablarle, le echaré una mano a mi padre.) Por Dios, yo creo que jamás mortal alguno ha amado tan perdidamente a una mujer como tu esposo está perdidamente perdido por ti.
JÚPITER. — ¡Bribón! ¿A mí con ésas?, ¿desapareces de mi vista? ¿Qué tienes tú que meterte en este asunto, bandido, ni decir una palabra? Como llegue a echar mano de este bastón...
ALCMENA. —Deja, por favor.
MERCURIO. — ¡Qué mal han estado a punto de salirme mis primeros servicios!
JÚPITER. —Pero por eso que dices, querida esposa, no debes enfadarte conmigo: he venido aquí a hurtadillas, le he robado al ejército el tiempo que te he dedicado a ti, para que fueras tú la primera que de mí oyera el éxito de mi gestión; todo te lo he contado; si no te amara más que a nadie en este mundo, no lo hubiera hecho.
MERCURIO.  (Aparte.) ¿No decía yo? ¡Cómo sabe coger con sus zalamerías a la cuitada!
JÚPITER. — Ahora, para que las tropas no se den cuenta, tengo que volver en secreto, no vayan a decir que he antepuesto mi mujer a las obligaciones públicas.
ALCMENA. — Dejas a tu esposa deshecha en lágrimas por tu partida.
JÚPITER. — Deja, que te vas a estropear los ojos; yo vuelvo enseguida.
ALCMENA. — Ese «enseguida» se me hace a mí muy largo.
JÚPITER. — No es por mi gusto que te dejo y me separo de ti.
ALCMENA. — Sí, ya lo veo, la misma noche que has venido vuelves a marcharte.
JÚPITER.— ¿Por qué me retienes? Ya es hora: quiero salir de la ciudad antes de que amanezca. Mira, Alcmena, te dejo de regalo esta copa, que me han entregado allí en premio a mi valor, la copa de la que bebía el rey Ptérelas, a quien yo di muerte por mi mano.
ALCMENA. — Eres el de siempre. ¡Dios mío, un regalo digno de la persona que lo hace!
MERCURIO. — No, sino digno de la persona que lo recibe.
JÚPITER. — ¿Otra vez? ¿No sabes, desgraciado, que puedo perderte?
ALCMENA. — Por favor, Anfitrión, no te enfades con Sosia,  por causa mía.
JÚPITER. — Como quieras.
MERCURIO.  (Aparte.) ¡Qué antipático se pone con los amoríos!
JÚPITER. — ¿Algo más, querida?
ALCMENA. — Que me guardes tu amor aunque no esté contigo, que yo soy tuya aún en tu ausencia.
MERCURIO. — Vamos, Anfitrión, que se hace ya de día.
JÚPITER. — Ve tú por delante, ahora mismo te sigo. ¿Algo más?
ALCMENA. — Sí, que vuelvas pronto.
JÚPITER. — Vale. Vendré antes de lo que tú piensas; hale, anímate. (Alcmena entra en casa.) Ahora, tú, noche, que me has estado esperando, ya estás libre, deja paso al día, para que alumbre a los mortales con su luz clara y resplandeciente; y tanto cuanto fuiste más larga que la noche anterior, haré que sea más corto el día, para que haya una  compensación y surja de la noche el día. Me voy para alcanzar a Mercurio.
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA ANFITRIÓN, SOSIA
ANFITRIÓN. — Hale, ven tras de mí.
SOSIA. — Yo te iré siguiendo los pasos.
ANFITRIÓN. — Eres un infame.
SOSIA. — Pero, ¿por qué motivo?
ANFITRIÓN. — Porque me cuentas lo que no es ni ha sido ni será jamás.
SOSIA. — ¡Equilicuatre, ya estás haciendo de las tuyas, no te fías un pelo de tu gente!
ANFITRIÓN. — ¿Qué? ¿Cómo? Te juro que te voy a cortar esa mala lengua, malvado.
SOSIA. — Tuyo soy, o sea que haz conmigo lo que te venga  bien y lo que te de la gana; pero así y todo, nunca jamás me podrás intimidar de forma que no diga las cosas tal como han sucedido.
ANFITRIÓN. — Infame, más que infame, ¿te atreves a decirme que estás en casa estando aquí?
SOSIA. — No digo más que la verdad.
ANFITRIÓN. —Te vas a ganar el castigo de los dioses y también el mío.
SOSIA. — En tu mano está, porque tuyo soy.
ANFITRIÓN. — Bribón, ¿te atreves a burlarte de tu amo? ¿Te atreves a decir una cosa que nadie jamás ha visto hasta ahora ni es posible, el que una persona esté al mismo tiempo en dos lugares distintos?
SOSIA. — En efecto, así es como digo.
ANFITRIÓN. — ¡Júpiter te confunda!
SOSIA. — Pero amo, ¿qué falta he cometido yo contra ti?
ANFITRIÓN. — ¿Encima me lo preguntas, malvado, mientras que sigues burlándote de mí?
SOSIA. — Tendrías razón en reñirme, si fuera como dices; pero yo no estoy diciendo mentiras, yo no digo más que cómo son las cosas.
ANFITRIÓN. — Yo creo que este hombre está bebido.
SOSIA. — ¡Ojalá!
ANFITRIÓN. — Estás deseando una cosa que ya tienes.
SOSIA. — ¿Yo?
ANFITRIÓN. — Sí, tú. ¿Dónde has bebido?
SOSIA. — No he bebido en parte ninguna.
ANFITRIÓN. — ¡Menudo tipo está hecho éste!
 SOSIA. —Te lo he dicho cien veces: estoy en casa, digo.  ¿Me oyes? Y estoy yo, Sosia, también aquí contigo. ¿Te lo he dicho ahora bastante a las claras?
ANFITRIÓN. — ¡Anda, vete ya!
SOSIA. — ¿Qué pasa?
ANFITRIÓN. — Estás apestado.
SOSIA. — Pero, ¿por qué dices eso? Yo me encuentro bien y en buena salud, Anfitrión.
ANFITRIÓN. — Pues ya verás cómo vas a recibir tu merecido y  no vas a estar bien y vas a ser un desgraciado, si es que acabo de llegar sano y salvo a casa; hazme el favor de seguirme, tú, que te estás burlando con esas locuras que dices y que después de no haber cumplido el encargo de tu amo, vienes ahora encima a reírte de él; bribón, que me vienes con unas historias imposibles, que nadie ha oído nunca jamás. Ya verás cómo van a caer todas estas mentiras sobre tus espaldas.
SOSIA. — Anfitrión, para un siervo fiel y veraz para con su amo, es la peor de las desgracias el tener que experimentar que la verdad es vencida por la violencia.
ANFITRIÓN. — Pero, maldición, discurre conmigo, ¿cómo puede ser que tú estés al mismo tiempo aquí y en casa? Dime.
SOSIA. — Pues la verdad es que estoy aquí y allí. Cualquiera puede asombrarse de una cosa así, y la verdad es que a mí no me parece menos asombroso que a ti.
ANFITRIÓN. — ¿Cómo?
SOSIA. —Te digo que a mí no me parece esto menos asombroso que a ti, ni yo, bien lo sabe Dios, podía darme crédito a mí mismo, Sosia, hasta que ese Sosia que es yo mismo, hizo que le diera crédito a él: ce por be me ha relatado todo lo sucedido durante la guerra. Además, no me ha cogido sólo el nombre, sino también la figura: dos gotas de leche no pueden ser más semejantes entre sí que ese otro yo lo es de mí. Porque luego que me mandaste por delante desde el puerto a casa antes de amanecer...
ANFITRIÓN. — ¿Qué?
SOSIA. —Estaba yo allí delante de la puerta mucho antes de haber llegado.
ANFITRIÓN. — ¡Maldición! ¿Qué bromas son ésas? ¿Estás en tu juicio?
SOSIA. — Estoy así como ves.
ANFITRIÓN. — Alguna mano maléfica le ha metido a este hombre el mal que sea dentro del cuerpo, después de que se fue de mi lado.
SOSIA. — Eso sí que es verdad, porque he sido golpeteado pero que muy malamente a fuerza de puños.
ANFITRIÓN. — ¿Quién te ha pegado?
SOSIA. — Yo mismo a mí mismo, que estoy ahora allí en casa.
ANFITRIÓN. — Mucho cuidado con contestar a otra cosa que lo que te pregunto: lo primero de todo quiero que me digas, quién es ese Sosia.
SOSIA. — Tu esclavo.
ANFITRIÓN. — Yo desde luego tengo más que bastante contigo  solo, ni he tenido en toda mi vida otro esclavo Sosia aparte de ti.
SOSIA. — Pero yo ahora, Anfitrión, te digo: ya verás, como cuando llegues a casa, te encuentras allí otro esclavo Sosia aparte de mí, digo, hijo de Davo lo mismo que yo, con mi misma facha y la misma edad que yo. ¿Qué quieres que te  diga? Tú tienes ahora un doble Sosia.
ANFITRIÓN. — ¡Qué cosas más raras dices! Pero a mi mujer, ¿la viste?
SOSIA. — ¡Pero si no se me consintió entrar en casa!
ANFITRIÓN. — ¿Quién te lo impidió?
SOSIA. — El Sosia ese que te estoy diciendo todo el tiempo, el que me dio de puñetazos.
ANFITRIÓN. — Pero, ¿quién es ese Sosia?
SOSIA. — Yo, repito. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
ANFITRIÓN. — Vamos a ver, ¿es que te habías quedado dormido?
SOSIA. — Ni hablar.
ANFITRIÓN. — No sea que es que hayas visto a ese Sosia en sueños.
SOSIA. — No suelo yo cumplir en sueños las órdenes de mi amo; lo vi despierto, lo mismo que despierto veo ahora, despierto estoy hablando, despierto él me apuñeteó a mí despierto.
ANFITRIÓN. — ¿Quién?
SOSIA. — Sosia, digo, yo, él... ¿No me entiendes, por favor?
ANFITRIÓN. — ¡Maldición! ¿Quién puede entenderte? No hablas más que disparates.
SOSIA. — Tú vas a enterarte de la verdad enseguida, cuando conozcas al esclavo Sosia  ese.
ANFITRIÓN. — Ven conmigo, que esto es lo primero que tengo que esclarecer; pero mira que se saquen del barco todas las cosas que dije.
SOSIA. — Lo tengo presente y me cuidaré de que esté a punto todo lo que mandes, que no he hecho yo desaparecer tus órdenes de un trago junto con el vino.
ANFITRIÓN. — ¡Quiera Dios que los hechos desmientan tus palabras!

ESCENA SEGUNDA ALCMENA, ANFITRIÓN, SOSIA.
ALCMENA.  (Sin ver a Anfitrión ni a Sosia.) Bien poco es lo que al correr del tiempo en esta vida se disfruta de cosas agradables en comparación de las muchas contrariedades. Ése es el destino de todos y cada uno de nosotros en este mundo, y ésa es la voluntad de los dioses, que no haya rosa sin espina; y es que hasta es mayor el disgusto y la pena que se tiene enseguida a punto, si es que se ha tenido la suerte de disfrutar de un bien. Y esto lo sé yo ahora por experiencia propia; hay que ver, aunque corta, qué grande ha sido mi alegría de volver a ver a mi marido, una sola noche; y luego, de repente, se marcha y me deja, antes del amanecer. Ahora me hace el efecto de que estoy aquí completamente sola, después que está él ausente, él a quien amo más que al mundo entero. Más pena me ha dado su marcha, que alegría su venida. Aunque eso sí, una cosa me  hace feliz al menos, el saber que ha salido victorioso y que vuelve a la patria cubierto de gloria; eso me consuela. Consiento en que esté ausente, con tal que vuelva conseguida la victoria. Dispuesta estoy a conformarme y a soportar su ausencia con fortaleza de ánimo; si se me da en pago saberle vencedor, con eso me doy por satisfecha. El valor es por sí mismo la mejor de las recompensas. No hay nada que lo supere: la libertad, el bienestar, la vida, la hacienda y los padres, la patria y los hijos, todo lo protege y lo salva. El valor es un compendio de todos los bienes y ninguno de ellos le falta a quien está en posesión suya.
ANFITRIÓN.  (Sin ver a Alcmena.) Por Dios, bien creo que mi esposa me va a recibir con los brazos abiertos; tal es el  mutuo amor que nos une, sobre todo después que vuelvo habiendo tenido éxito en mi gestión y conseguida la victoria sobre los enemigos. Todos pensaban que eran indomables: bajo mi auspicio y mi mando, los hemos vencido al primer encuentro. Estoy seguro de que está esperando mi llegada con toda su alma.
SOSIA. — Bueno, ¿y te crees tú que mi amiga no está esperando la mía?
ALCMENA. — Ése es mi marido.
ANFITRIÓN. — (A Sosia.) Ven conmigo.
ALCMENA. — ¿Cómo es que vuelve ahora, si decía hace nada que tenía tanta prisa por irse? ¿Será que lo hace a posta para ponerme a prueba y quiere enterarse de si es que echo de menos su ausencia? Bien sabe Dios que no tengo nada en contra de verle volver a casa.
SOSIA. — Anfitrión, yo creo que es mejor que nos volvamos al barco.
ANFITRIÓN. — ¿Y eso, por qué motivo?
SOSIA. — Porque aquí en casa, no nos va a ofrecer nadie un almuerzo a nuestra llegada.
ANFITRIÓN — ¿Por qué se te ocurre una cosa así?
SOSIA. — Pues porque, según veo, llegamos un poco tarde.
ANFITRIÓN. — ¿Pero por qué?
SOSIA. —Porque a juzgar como veo al ama ahí delante de casa, me parece que está bien harta.
ANFITRIÓN — Si es que la dejé encinta cuando me marché.
SOSIA. — ¡Ay, pobre de mí!
ANFITRIÓN — ¿Qué es lo que te pasa?
SOSIA. — Ya veo que vengo a punto para acarrear agua, cumplidos los nueve meses, según la cuenta que dices.
ANFITRIÓN — No te apures, hombre.
SOSIA. — ¿Que no me apure? Como coja el cubo, no me vuelvas a creer en tu vida ni un pelo, si no le arranco el alma entera al maldito pozo, si me pongo.
ANFITRIÓN. — Ven conmigo, yo le encargaré a otro ese trabajo, no padezcas.
ALCMENA. — Yo creo que mi deber sería ahora salir a su encuentro.
ANFITRIÓN. — Anfitrión tiene el gusto de saludar a su tan deseada esposa. Alcmena, tú, la mejor de las tebanas a los ojos de tu marido, la intachable en opinión de todo el pueblo de Tebas. ¿Cómo te ha ido durante mi ausencia? ¿Estabas esperando mi llegada?
SOSIA.  (Aparte.) No me digas: lo saluda con la misma alegría que si fuera un perro el que viene.
ANFITRIÓN. — ¡Qué alegría verte en estado y ya tan adelantada!
ALCMENA. — Oye, por Dios, ¿qué manera es esa de burlarte de mí? Me hablas y me saludas, como si no acabaras de verme, como si llegaras ahora mismo a casa de vuelta de la guerra [y me hablas como si hiciera mucho que no me ves].
ANFITRIÓN. — No, yo a ti, si no es ahora mismo, no te he visto en parte ninguna.
ALCMENA. — ¿Por qué lo niegas?
ANFITRIÓN. — Porque he aprendido a decir la verdad.
ALCMENA. —No hace bien el que olvida lo que aprendió. ¿Es que queréis poner a prueba mis sentimientos? ¿Por qué volvéis tan pronto? ¿Es que te ha detenido algún agüero, o es por el mal tiempo, que no te has marchado al ejército, como me dijiste
hace nada?
ANFITRIÓN. — ¿Hace nada? ¿Cuándo ha sido eso que dices?
ALCMENA. — Me quieres poner a prueba: hace un rato, ahora mismo.
ANFITRIÓN. — Por favor, ¿cómo es posible que haya sido, como dices «hace un rato, ahora mismo»?
ALCMENA. — Bueno, ¿es que crees que me pongo yo también de bromas como tú, que dices que acabas de llegar, cuando lo que acabas es de irte?
ANFITRIÓN. — Esta mujer no dice más que locuras.
SOSIA. — Espera un poquillo, hasta que despierte de su sueño.
ANFITRIÓN. — ¡Si está soñando despierta!
ALCMENA. — Por Dios, despierta estoy y despierta os digo lo que ha pasado, que os he visto poco antes del amanecer, lo mismo a ése que a ti.
ANFITRIÓN — ¿En dónde?
ALCMENA. — Aquí, en tu propia casa.
ANFITRIÓN. — Imposible.
SOSIA. — Calla. Quizá es que el barco nos ha traído aquí desde el puerto, mientras dormíamos.
ANFITRIÓN. — ¿Ahora te vas a poner tú también a llevarle la corriente?
SOSIA. — ¿Qué quieres? ¿Es que no sabes, que si le quieres hacer frente a un bacante en su delirio, la volverás todavía más loca de lo que está y redoblará sus golpes, y en cambio, si le llevas el humor, sales del paso con un solo sopapo?
ANFITRIÓN — Así y todo te juro que estoy decidido a echarle una buena reprimenda por no querer saludarme a mi llegada.
SOSIA. — Eso es como si te pones a azuzar a avispas.
ANFITRIÓN. — Calla. Alcmena, quiero hacerte una pregunta.
ALCMENA. — Pregunta lo que quieras.
ANFITRIÓN — ¿Es que te has vuelto tonta o se te han subido los humos a la cabeza?
ALCMENA. — Pero, ¿cómo se te ocurre preguntarme una cosa así, marido mío?
ANFITRIÓN. — Pues porque otras veces me saludabas siempre al llegar y me hablabas así como las mujeres decentes hacen con sus maridos. Y ahora al llegar a casa, veo que has perdido esas buenas maneras.
ALCMENA. — Por Dios, que eso lo hice ya ayer cuando llegaste, te saludé enseguida y te pregunté cómo te había ido, marido
mío, y te tomé la mano y te di un beso.
SOSIA. — ¿Que tú has saludado ayer al amo?
ALCMENA. — Y a ti también, Sosia.
SOSIA. — Anfitrión, yo había pensado que tu mujer te iba a dar un hijo, pero no es un hijo lo que lleva dentro del cuerpo.
ANFITRIÓN — Sino ¿qué?
SOSIA. — Locura.
ALCMENA. — Yo estoy en mi juicio y espero, con la ayuda de dios, dar a luz con salud a mi hijo. Pero lo que es tú, te vas a ganar una buena, si mi marido obra como debe; tú, agorero, por ese mal agüero, recibirás tu merecido.
SOSIA. —No, sino la parturienta es la que se va a ganar una buena, manzana, digo, para que tengas donde mordisquear cuando empieces a sentirte mal.
ANFITRIÓN. — Pero, ¿dices entonces que me has visto aquí ayer?
ALCMENA. — Sí te he visto, digo, si es que quieres que te lo repita cien veces.
ANFITRIÓN. — Será en sueños quizás.
ALCMENA. — No, sino despierta, lo mismo yo que tú.
ANFITRIÓN. — ¡Ay pobre de mí!
SOSIA. — ¿Pero qué te pasa?
ANFITRIÓN. — Mi mujer se ha vuelto loca.
SOSIA. — Eso es de la atrabilis: no hay otra cosa que haga delirar más rápido a la gente.
ANFITRIÓN — ¿Y desde cuándo has empezado a sentir ese mal?
ALCMENA. — Por Dios, yo estoy completamente bien.
ANFITRIÓN. — ¿Pues por qué dices entonces que me has visto ayer, si hemos atracado en el puerto esta noche pasada? Allí he cenado y he dormido toda la noche en el barco, ni he puesto hasta ahora un pie en casa, después que marché con el ejército al país de los teléboas ni desde que los vencimos.
ALCMENA. — No señor, has cenado conmigo y conmigo te has acostado.
ANFITRIÓN. — Pero, ¿qué dices?
ALCMENA. — La pura verdad.
ANFITRIÓN. — En este punto, por Dios, ni pensarlo; por lo demás, no digo que no.
ALCMENA. —Tú te volviste al ejército al despuntar el alba.
ANFITRIÓN. — ¿Pero, cómo?
SOSIA. — Ella te lo dice así como lo tiene en la memoria: te está contando un sueño. Pero tú, ama, después que despertaste, debías haber cogido harina con sal e incienso y haber hecho una ofrenda a Júpiter, abogado de lo imposible.
ALCMENA. — ¡Ay de ti!
SOSIA. — De ti, eh, es de quien debe salir el tomar precauciones.
ALCMENA. — Ya es la segunda vez que me habla mal, y sin que sufra castigo alguno por ello.
ANFITRIÓN. — (A Sosia) Calla tú. Tú, Alcmena, dime, ¿que me he marchado yo hoy de aquí al amanecer?
ALCMENA. — ¿Pues quién si no vosotros, me ha contado lo que ha pasado en el frente?
ANFITRIÓN. — Pero, ¿es que lo sabes?
ALCMENA. — Como que lo he oído de ti, de cómo has tomado una ciudad grandísima y que tú mismo has dado muerte al rey Ptérelas.
ANFITRIÓN. — ¿Que yo he dicho eso?
ALCMENA. — Tú en persona, y en presencia de Sosia.
ANFITRIÓN. — Sosia, ¿me has oído tú contar hoy eso?
SOSIA. — ¿Dónde lo voy a haber oído?
ANFITRIÓN — Pregúntaselo al ama.
SOSIA. — En mi presencia, que yo sepa, nunca jamás.
ALCMENA. — Milagro sería que te llevara la contraria.
ANFITRIÓN. — Sosia, venga, mírame.
SOSIA. — A la orden.
ANFITRIÓN. — Yo quiero que digas la verdad, no que busques complacerme: ¿has oído tú que yo le he dicho a ella lo que afirma?
SOSIA. — ¡Diablos!, por favor, ¿es que te has vuelto ahora tú también loco, que me haces esa pregunta, si yo mismo, igual que tú, la veo ahora por primera vez después de nuestro regreso, junto contigo?
ANFITRIÓN — A ver, qué dices ahora, ¿le estás oyendo?
ALCMENA. — Desde luego, y que miente.
ANFITRIÓN. — Entonces, ¿no le das crédito ni a él ni a mí, a tu propio marido?
ALCMENA. — Claro que no, porque me doy crédito a mí misma y sé muy bien que ha ocurrido así como os digo.
ANFITRIÓN. — ¿Tú dices que yo he llegado ayer?
ALCMENA. — ¿Tú niegas que te has marchado hoy?
ANFITRIÓN. — Sí que lo niego, y afirmo que vengo ahora por primera vez aquí a casa.
ALCMENA. — Por favor, ¿vas a negar también que me has regalado hoy una copa de oro, que me dijiste que te la habían regalado a ti allí?
ANFITRIÓN. — Por Dios, ni te la he dado ni he dicho una cosa así; pero desde luego tenía la intención y la sigo teniendo, de regalarte esa copa. Pero, ¿quién es el que te ha dicho eso?
ALCMENA. — Yo lo he oído de ti, y de tu mano he recibido la copa.
ANFITRIÓN. — ¡Un momento, un momento, por favor! Sosia, me extraña mucho, cómo sabe ella que me han regalado esa copa de oro, como no sea que tú la hayas visto antes y se lo hayas contado todo.
SOSIA. —Te juro que ni lo he dicho ni yo he visto al ama antes de ahora contigo.
ANFITRIÓN — ¡Ay, qué gente ésta!
ALCMENA. — ¿Quieres que te saque la copa?
ANFITRIÓN. — Sí, sácala.
ALCMENA. — Bien. (A una esclava.) Anda, Tésala, ve y trae la copa que me dio antes mi marido.
ANFITRIÓN. — Ven para acá, Sosia.; esto ya desde luego me produce un asombro sin límites, si es que realmente tiene ella la copa como dice.
SOSIA. — Pero bueno, ¿te crees que es posible eso, si viene aquí en este cofre, precintado con tu sello?
ANFITRIÓN. — ¿Está el sello intacto?
SOSIA. — Velo tú.
ANFITRIÓN. — Sí, está tal como yo lo sellé.
SOSIA. — Dime, amo, ¿por qué no mandas que le hagan un exorcismo, como si estuviera posesa?
ANFITRIÓN — Por Dios, que creo que sería necesario, tiene malos espíritus dentro del cuerpo.
ALCMENA.  (Enseñándole la copa que trae Tésala.) Mira, no hay
más que decir, toma la copa, aquí la tienes.
ANFITRIÓN. — Trae.
ALCMENA. — Anda, mira ahora, tú que te empeñas en negar los hechos; verás cómo ahora le convenzo: ¿es ésta la copa que te han regalado allí?
ANFITRIÓN. — ¡Soberano Júpiter! ¿Qué ven mis ojos? Ésta es realmente la copa. Muerto soy.
SOSIA. — ¡Demonio!, o esta mujer es una bruja sin par, o la copa tiene que estar aquí dentro.
ANFITRIÓN — Venga, abre el cofre.
SOSIA.— ¿A qué lo voy a abrir? El precinto está como se debe; todo nos ha salido a pedir de boca: tú has parido a otro Anfitrión, yo he parido a otro Sosia; ahora, si es que la copa ha parido a otra copa, nos hemos duplicado los tres.
ANFITRIÓN.— Quiero abrir el cofre y ver qué pasa.
SOSIA. —Controla primero el sello, no sea que vayas luego a echarme la culpa a mí.
ANFITRIÓN. — Abre ya, que ésta nos va a volver locos con las cosas que dice.
ALCMENA. — ¿De dónde la voy a haber sacado yo, si no es que tú me la has regalado?
ANFITRIÓN. —Eso es lo que quiero averiguar.
SOSIA. — ¡Júpiter, oh Júpiter!
ANFITRIÓN — ¿Qué te pasa?
SOSIA. — Aquí en el cofre, no hay copa ninguna.
ANFITRIÓN. — ¿Qué es lo que oigo?
SOSIA. — La pura verdad.
ANFITRIÓN. — Y lo vas a pagar tú, si la copa no aparece
ALCMENA. — Pero si está aquí.
ANFITRIÓN — ¿Quién te la ha dado?
ALCMENA. — El mismo que hace esa pregunta.
SOSIA. —Tú me estás engañando, seguro que es que te adelantaste aquí a carrera por otro camino desde el barco en secreto y sacaste la copa de aquí y se la diste y luego volviste a precintar el cofre a escondidillas.
ANFITRIÓN. — ¡Ay de mí! ¿Ahora te pones tú también a fomentar su locura? ¿Dices que nosotros vinimos ayer aquí?
ALCMENA. — Sí, y nada más llegar, me saludaste y yo a ti y yo te di un beso.
ANFITRIÓN. — Ese comienzo del beso, no me hace gracia; anda, sigue.
ALCMENA. — Luego tomaste un baño.
ANFITRIÓN. — ¿Y después del baño?
ALCMENA. — Te pusiste a la mesa.
SOSIA. — ¡Ole, fantástico! Venga, sigue interrogándola.
ANFITRIÓN — No interrumpas; sigue diciendo.
ALCMENA. — Se sirvió la cena; tú cenaste conmigo, yo estaba también a la mesa.
ANFITRIÓN. — ¿En el mismo diván?
ALCMENA. — Sí, en el mismo.
SOSIA. — Eh, no me hace gracia esa cena.
ANFITRIÓN. — Déjala explicarse; y después que cenamos, ¿qué?
ALCMENA. — Decías que tenías sueño; se levantó la mesa y nos fuimos a acostar.
ANFITRIÓN. — ¿En dónde te acostaste tú?
ALCMENA. — En el mismo lecho que tú, contigo en nuestro dormitorio.
ANFITRIÓN — Me has perdido.
SOSIA. — ¿Qué te pasa?
ANFITRIÓN.— Acaba de darme muerte.
ALCMENA. — ¿Por qué, por favor?
ANFITRIÓN.— No me digas nada.
SOSIA. — Pero, ¿qué te pasa?
ANFITRIÓN. —Pobre de mí, estoy perdido, mi mujer ha sido seducida en mi ausencia.
ALCMENA. —Por Dios, esposo mío, dime, ¿por qué me dices una cosa así?
ANFITRIÓN. — ¿Yo soy tu esposo? Falsaria, no me llames con un nombre falso.
SOSIA. — (Aparte.) Esto ya es el lío padre, si resulta que éste, de marido que era, se ha convertido en mujer.
ALCMENA. — ¿Qué he hecho yo para que se me digan tales cosas?
ANFITRIÓN. — ¿Conque tú misma relatas tus hechos y luego me preguntas que en qué has faltado?
ALCMENA. — ¿Qué falta he cometido yo, si he estado contigo, con quien estoy casada?
ANFITRIÓN. — ¿Que tú has estado conmigo? ¿Habrase visto algo más atrevido que esta desvergonzada? Al menos, si es que no tienes vergüenza, debías simular que la tenías.
ALCMENA. — Esa acción que tú me echas en cara, es indigna de mi linaje; si es que tratas de cogerme en delito de infidelidad, no lo vas a conseguir.
ANFITRIÓN. — ¡Dioses inmortales! ¿Me conoces tú por lo menos, Sosia?
SOSIA. — Más o menos.
ANFITRIÓN. — ¿He cenado yo anoche en el barco en el Puerto Pérsico?
ALCMENA. — Yo también tengo testigos que pueden ratificar lo que yo afirmo.
SOSIA. — Yo no sé decir qué es lo que aquí ocurre, como no sea que es que haya otro Anfitrión, que se ocupa en tu ausencia de tus intereses y haga aquí tu oficio mientras no estás; porque si ya es más que asombroso lo del Sosia ese de pega, desde luego esto de un doble de Anfitrión es ya el colmo.
ANFITRIÓN. — Aquí está de por medio el embaucador que sea, que engaña a esta mujer.
ALCMENA. — Por el reino del supremo rey del cielo te juro, y por Juno, la diosa madre, a la que me corresponde reverenciar y temer en grado sumo, que ningún mortal fuera de ti ha tocado mi cuerpo con el suyo haciéndome perder mi pudor.
ANFITRIÓN. — ¡Ojalá sea verdad!
ALCMENA. — Verdad es lo que digo, pero en vano, porque no quieres creerme.
ANFITRIÓN. — Se ve que eres una mujer, no te falta atrevimiento para jurar.
ALCMENA. —Quien no ha caído en falta, puede atreverse y hablar en favor propio con aplomo y con valentía.
ANFITRIÓN. — Desde luego no te falta osadía.
ALCMENA. — Como corresponde a una mujer honrada.
ANFITRIÓN. — Sí, de palabra.
ALCMENA. — Para mí la dote, no es lo que corrientemente recibe ese nombre, para mí la dote es la honestidad, el pudor, el dominio de la pasión, el temor de los dioses, el amor filial y la concordia entre la familia, el ser complaciente contigo, generosa con los buenos, dispuesta a ayudar a la gente de bien.
SOSIA. — ¡Caray!, que, si es verdad lo que dice, es un modelo de mujer.
ANFITRIÓN. — Me tiene tan cautivado, que no sé ni quién soy.
SOSIA. — Anfitrión eres, no te dejes usurpar tu persona; tal es la manera en que se transforman aquí la gente después que hemos vuelto del extranjero.
ANFITRIÓN — Alcmena, estoy decidido a investigar el caso.
ALCMENA. — Por mi parte, con mucho gusto.
ANFITRIÓN. — Dime, ¿qué te parece, si hago venir aquí del puerto a tu pariente Náucrates, que ha hecho la travesía junto conmigo en uno y el mismo barco? Si él afirma que no ha sido así como tú dices, ¿qué debe hacerse entonces contigo? ¿Hay algún motivo entonces para que no te castigue con el divorcio?
ALCMENA. — Si es que he cometido una falta, no lo hay.
ANFITRIÓN. — Trato hecho. Tú, Sosia, haz entrar a éstos (los esclavos); yo voy a buscar a Náucrates, para traerle aquí. (Se va.)
SOSIA. — Ahora que estamos a solas: dime la verdad, ¿hay ahí dentro un segundo Sosia, que sea igualito que yo?
ALCMENA. — ¿No te quitas de mi vista, digno esclavo de tu amo?
SOSIA. — Me largo, si tú lo ordenas. (Entra con los esclavos encasa.)
ALCMENA. — Por Dios, qué cosa tan extraña, el empeñarse mi marido en echarme en cara en falso una acción tan deshonrosa; sea ello lo que sea, ya me enteraré por mi pariente Náucrates.
ACTO TERCERO
ESCENA SEGUNDA ALCMENA, JÚPITER
ALCMENA.  (Saliendo de casa.) No puedo resistir más en esta casa. ¡Verme acusada de infamia, de adulterio, de deshonor por mi marido! Lo que en realidad ha pasado, me grita que no ha pasado y me acusa de cosas que no han pasado y de delitos que no he cometido. ¿Piensa él quizá que me va a dejar indiferente semejante conducta? Bien sabe Dios que no será así, ni estoy dispuesta a tolerar que me acuse en falso de un tal delito: o le abandono, o me ha de dar una satisfacción y jurarme además que se arrepiente de las acusaciones que me ha hecho, siendo yo inocente.
JÚPITER.  (Aparte.) Yo soy el que tiene que poner por obra lo que pide, si es que quiero que acepte mi amor. Puesto que mi conducta ha redundado en perjuicio de Anfitrión y mis amores le han provocado complicaciones sin culpa alguna por su parte, ahora me toca a mí la vez de que, sin culpa mía, caigan sobre mí las consecuencias de su enfado y sus injuria contra Alcmena.
ALCMENA. —Pero ahí está el que me acaba de acusar de infidelidad y deshonor.
JÚPITER. —Esposa mía, quiero hablar contigo, ¿por qué me vuelves la cara?
ALCMENA. — Yo soy de esa condición: siempre he odiado mirar a mis enemigos de frente.
JÚPITER. — ¿Qué dices, enemigos?
ALCMENA. — Sí, enemigos, ésa es la verdad; a no ser que vayas a acusarme de que también estoy mintiendo ahora.
JÚPITER. — Eres demasiado susceptible. (Acercándose a ella.)
ALCMENA. — ¿Quieres dejarme en paz? Porque desde luego, si estuvieras en tu juicio o si tuvieras dos dedos de frente, no cruzarías una palabra ni en broma ni en serio con una mujer de la que piensas y dices que es una adúltera, a no ser que seas más necio que necio.
JÚPITER. — Si lo he dicho, no por eso lo eres, ni creo yo que lo seas y por eso he vuelto ahora para disculparme; porque me he llevado el disgusto más grande de mi vida al enterarme de que estabas enfadada conmigo. Ya sé que me vas a preguntar que por qué te he dicho una cosa así. Yo te lo explicaré. Bien sabe Dios, que no ha sido porque yo te creyera culpable, sólo quería ponerte a prueba, a ver qué hacías y cómo tomabas la cosa; ha sido solamente un juego, quería gastarte una broma. O si no, pregúntaselo aquí a Sosia. (Señalando a Sosia que llega.)
ALCMENA. — ¿Por qué no haces venir a mi pariente Náucrates, que me dijiste antes que le ibas a traer de testigo de que tú no habías estado antes aquí?
JÚPITER. — No debes dar más crédito a una cosa que se te dice en broma que a lo que se te dice en serio.
ALCMENA. — Yo me sé muy bien cuánto me ha dolido.
JÚPITER. — Alcmena, por lo que más quieras, yo te ruego y te suplico, hazme gracia, perdóname, no estés enfadada conmigo.
ALCMENA. — Mi virtud ha dejado tus palabras por vanas, pero puesto que me he abstenido de acciones deshonrosas, no quiero tampoco tener nada que ver con palabras que lo son: adiós, quédate con tus bienes y devuélveme los míos; dame gente que me acompañe.
JÚPITER. — ¿Estás loca?
ALCMENA. — Si no me la das, me iré sola: el pudor será mi compaña.
JÚPITER. — Espera, yo te juro por quien tú quieras, que estoy convencido de que mi esposa es una mujer honrada: si no digo verdad, entonces, soberano Júpiter, yo te ruego, que le niegues para siempre tu favor a la persona de Anfitrión.
ALCMENA. — ¡No, eso no, sino que le sea propicio!
JÚPITER. — Así lo espero, porque no es falso el juramento que te he hecho. ¿Qué, se te pasó ya el enfado?
ALCMENA. — Sí.
JÚPITER. — Gracias. Verdaderamente en esta vida sucede muchas veces así: las alegrías alternan con las penas, nos enfadamos unos con otros y nos volvemos a reconciliar; pero si se trata de un enfado así como el nuestro, entonces, si vuelven las dos partes a ponerse a bien, se quieren luego el doble que antes.
ALCMENA. — Mejor hubiera sido que no me hubieras dicho nunca una cosa así, pero si me pides disculpas, no me queda sino conformarme.
JÚPITER. — Di que me preparen los vasos sagrados, para que cumpla las promesas que hice en el frente, si volvía sano y salvo a casa.
ALCMENA. — Yo me ocuparé de todo.
JÚPITER. (A los esclavos en la casa.) Decid a Sosia que salga, y que haga venir a Blefarón, nuestro piloto, para que almuerce con nosotros —que se va a quedar en realidad en  ayunas y con la boca abierta cuando me vea agarrar a Anfitrión por el cuello y darle el pasaporte—.
ALCMENA. — (Aparte.) Qué será lo que dice ahí entre sí a solas.
(Abren, es  Sosia que sale.)

ESCENA TERCERA SOSIA, JÚPÍTER, ALCMENA
SOSIA. — Aquí estoy, Anfitrión; si necesitas algo, a mandar que yo cumpliré tus órdenes.
JÚPITER. — Vienes muy a tiempo, Sosia.
SOSIA. — ¿Os habéis reconciliado ya? Es mucha la alegría que me da de veros en paz. Y es que además un esclavo como Dios manda debe estar dispuesto a regirse por sus amos y poner la misma cara que ellos, mostrarse de mal talante, si los amos lo están, y sonreír, si los amos están contentos. Pero, hale, contéstame, ¿estáis otra vez a buenas?
JÚPITER. —Te estás burlando, cuando sabes que yo lo había dicho todo de broma.
SOSIA. — ¿Que lo dijiste de broma? Pues yo había creído que era en serio y de verdad.
JÚPITER. — Me he disculpado; ya hemos hecho las paces.
SOSIA. — Estupendo.
JÚPITER. — Yo entro ahora en casa, para cumplir las ofrendas prometidas.
SOSIA. — Me parece muy bien.
JÚPITER. — Tú llama de mi parte al piloto de nuestro barco, a Blefarón, para que tome el almuerzo conmigo después que termine con el servicio religioso.
SOSIA. — Estaré de vuelta antes de que lo pienses.
JÚPITER. — Vuelve rápido.
ALCMENA. — ¿Quieres alguna otra cosa o entro para disponer lo necesario?
JÚPITER. — Entra y prepáralo todo lo más rápido posible.
ALCMENA. — Tú ven cuando quieras, no tendrás que esperar.
JÚPITER. — Dices bien y tal como cuadra a una solícita esposa. (Alcmena entra en casa.) Lo que es estos dos, el esclavo y el ama, han caído en la trampa: creen que soy Anfitrión: se equivocan de parte a parte. Ahora preséntate tú aquí, divino
SOSIA. _Tú oyes mis palabras aunque estés ausente): arréglatelas para largar de aquí a Anfitrión cuando venga; inventa lo que sea, quiero que se le tome el pelo mientras yo me doy gusto aquí con la esposa a préstamo. Que me lo resuelvas todo tal como sabes que son mis deseos y asísteme durante el sacrificio que me voy a ofrecer ahora.

ESCENA CUARTA MERCURIO
MERCURIO. — ¡Atrás, paso, dando calle, que nadie se atreva a ponerse en mi camino! ¡Caray!, yo creo que siendo un dios, voy a poder tener el mismo derecho de regañar al personal, si no se me quitan de en medio, que un miserable esclavo en las comedias; ellos sólo hacen traer la noticia de que ha llegado un barco o que el viejo ha vuelto y está enfurruñado; yo estoy cumpliendo un mandato de Júpiter, por orden suya vengo, o sea, que mayor motivo aún para quitarse de en medio y hacerme paso. Mi padre es quien me reclama, vengo a su llamada, a cumplir sus órdenes y sus mandatos. Yo soy para con mi padre lo que se dice un hijo ejemplar: le sirvo en sus amores, le animo, le asisto, le aconsejo, comparto sus alegrías; si mi padre se siente feliz, eso supone para mí el colmo de la felicidad. Ahora está dedicado a hacer el amor: tiene razón, hace bien en darse gusto, cosa a la que en sí tienen derecho todas las personas, con tal naturalmente de que no se pasen de la raya. Ahora mi padre quiere que se la demos a Anfitrión: y tanto que se la daremos, distinguido público: ustedes van a ser testigos de ello. Me pondré una corona de flores a la cabeza y me  haré el borracho. Me subiré ahí arriba, desde ahí me será facilísimo el largarle cuando se acerque; pingando le voy a poner, aunque venga sin una gota encima. Después será Sosia, su propio esclavo, el que las pague, porque le acusará de haber hecho lo que en realidad he hecho yo. Pero a mí, ¿qué? Yo lo único es llevarle la corriente a mi padre y servirle los deseos.  Mira, ahí viene Anfitrión; veréis cómo le voy a tomar el pelo, si es que estáis dispuestos a prestarnos vuestra atención. Voy dentro, para disfrazarme de borracho; luego me subiré ahí a la terraza, para largarle.(Entra.)

ACTO CUARTO.
ESCENA PRIMERA ANFITRIÓN
ANFITRIÓN. — No he podido hablar con Náucrates, como que moría, porque no estaba en el barco, y ni en su casa ni en la ciudad encuentro a nadie que le haya visto: me he recorrido todas las calles, los polideportivos, las perfumerías; por el puerto y en el mercado, en el gimnasio y en el foro, por las consultas de los médicos y las barberías, por todos los templos estoy cansado de buscarle: ni rastro de Náucrates por ninguna parte. Ahora voy acasa y seguiré con mis preguntas a mi mujer, a ver si puedo averiguar, quién es el que la ha deshonrado. Antes morir, que dejar hoy esta cuestión sin resolver. Pero, qué raro, han cerrado la casa. ¡Estupendo, seguimos con las mismas! Llamaré a la puerta. ¡Abrid! ¡Eh! ¿No hay nadie, sale alguien a abrir?

ESCENA SEGUNDA MERCURIO, ANFÍTRÍÓN
MERCURIO.  (Desde arriba.) ¿Quién es?
ANFITRIÓN. — Yo soy.
MERCURIO. — ¿Cómo «yo soy»?
ANFITRIÓN. — Sí, yo soy.
MERCURIO. — Tú tienes contra ti a Júpiter y a los dioses todos; vas a romper las puertas.
JÚPITER. — ¿Cómo?
MERCURIO. — Como que vas a ser un desgraciado de por vida.
ANFITRIÓN. — ¡ Sosia,!
MERCURIO. — Sí, Sosia, soy, a no ser que pienses que se me ha olvidado. Vamos a ver, ¿qué es lo que quieres?
ANFITRIÓN. — Descarado, ¿encima me preguntas qué es lo que quiero?
MERCURIO. — Sí señor, te lo pregunto. ¡Loco, casi has hecho saltar las puertas! ¿Es que te crees que están subvencionadas por el Estado? ¿A qué te quedas así mirándome, pasmado? ¿Qué es lo que quieres o quién eres?
ANFITRIÓN. — ¿Bribón, todavía encima me preguntas que quién soy, tú, con la cantidad de palos que llevas rotos en tus espaldas? ¡Verás cómo te voy a calentar a fuerza de golpes por tanta insolencia!
MERCURIO. — Seguro que en tu juventud has sido un derrochador.
ANFITRIÓN. — ¿Por qué?
MERCURIO. — Porque ahora, a la vejez, me estás mendigando una paliza.
ANFITRIÓN. — Pillo, te estás buscando tu perdición con eso que dices.
MERCURIO. — Te voy a hacer una ofrenda.
ANFITRIÓN. — ¿Por qué?
MERCURIO. — Porque te voy a obsequiar con una rociada de palos.
(…FALTA TEXTO)


ESCENA TERCERA BLEFARÓN, ANFITRÍÓN, JÚPÍTER
BLEFARÓN. — Arreglároslas entre vosotros; yo me marcho, que tengo que hacer. En mi vida he visto en parte ninguna semejantes prodigios.
ANFITRIÓN — Por favor, Blefarón, préstame tu asistencia y no te vayas.
BLEFARÓN. — Queda con Dios. ¿Cómo voy yo a poder prestar asistencia a nadie, si no sé a cuál de los dos se la tengo que prestar?
JÚPITER. — Yo me entro: Alcmena está a punto de dar a luz.
ANFITRIÓN — ¡Pobre de mí! ¿Qué hago yo ahora? Todos me abandonan, mis defensores y mis amigos. Bien sabe Dios que no se va a burlar de mí en vano ése, quienquiera que sea; me voy derecho al rey y le expondré lo ocurrido. Yo me he de vengar de ese hechicero tesalio, que ha vuelto locos a toda mi gente. Pero, ¿dónde está ahora? Por Dios, se ha entrado en casa, seguro que a buscar a mi esposa. Soy el más desgraciado de todos los tebanos. ¿Qué puedo hacer, si nadie me conoce y se burlan de mí todos como les viene en gana? Ya lo tengo: entraré en casa por la fuerza y con todo el que dé, sea esclava o esclavo, mi esposa o su amante, mi padre o mi abuelo, degollado quedará en el sitio. Ni Júpiter en persona ni todos los dioses juntos, por más que se empeñen, podrán impedirme que ponga por obra lo que me he propuesto. (Suena un trueno y cae al suelo.)
ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA.  BROMIA, ANFITRIÓN
BROMIA.  (Saliendo de la casa sin ver a Anfitrión.) Todas mis esperanzas, todos mis recursos yacen sepultados dentro de mi pecho, perdidos están todos los ánimos que hubieran anidado en mi corazón: el mar, el cielo y la tierra, el universo entero parecen aplastarme y acabar con mi vida. ¿Qué hacer en medio de tal desgracia? Tremendos son los portentos ocurridos en nuestra mansión. Morir me siento, desgraciada de mí. ¡Agua, por favor! Estoy destrozada, muerta, el dolor se apodera de fui cabeza, no puedo percibir los sonidos, nublada tengo la vista, ni hay ni puede imaginarse nadie una mujer más desgraciada que yo. ¡Qué cosas le han ocurrido a mi ama! Le llega la hora del parto y dirige una plegaria a los dioses; entonces, un estrépito, un estallido, un estruendo, un trueno: qué manera tan espantosa de tronar, tan de repente, tan de cerca; todos caen al suelo con su estallido. Entonces exclama una voz de una potencia sin límites: «Alcmena, no temas, que no estás abandonada; es un ser celeste el que está aquí para ayudarte a ti y a los tuyos, levantaos», dice, «vosotros que habéis caído al suelo atemorizados por el terror que os he infundido». Entonces, tendida en el suelo que estaba, me levanto. Me parecía que ardía la casa, tal era el resplandor que de ella salía. Oigo la voz de Alcmena que me llama. Yo estoy paralizada de terror, pero el miedo por mi ama puede más y corro a su lado para saber qué es lo que quiere y veo que ha dado a luz dos gemelos, sin que ninguno de nosotros se hubiera dado cuenta del parto ni la hubiéramos atendido. (Divisando a Anfitrión, que está tendido en el suelo ante lacasa.) Pero, ¿qué es esto?, ¿quién es este hombre que yace ahí tendido ante nuestra casa?, ¿habrá sido herido de un rayo de Júpiter? Por Dios, eso creo, Júpiter me valga, que yace ahí como si fuera un cuerpo muerto. Voy a acercarme para ver quién es. ¡Es Anfitrión, mi amo! ¡Anfitrión!
ANFITRIÓN. — ¡Ay de mí!
BROMIA. — Levántate.
ANFITRIÓN. — Muerto soy.
BROMIA. — ¡Venga esa mano!
ANFITRIÓN. — ¿Quién me agarra?
BROMIA. — Tu esclava Bromia.
ANFITRIÓN. — Estoy temblando, Júpiter me ha fulminado, tengo la sensación como si volviera del otro mundo. Pero, ¿por qué estás tú aquí?
BROMIA. — El mismo espanto se ha apoderado de nosotros y nos ha llenado de terror en la casa donde tú habitas. He sido testigo de unos portentos extraordinarios. ¡Ay de mí, Anfitrión! Todavía no he podido volver en mí.
ANFITRIÓN. —A ver, sácame de dudas. ¿Sabes tú que yo soy tu amo Anfitrión?
BROMIA. — Sí.
ANFITRIÓN. — Fíjate bien.
BROMIA. — Sí lo eres.
ANFITRIÓN. — Ésta es la única de toda mi casa que está en su juicio.
BROMIA. — Todos lo están.
ANFITRIÓN. — Pero mi mujer me tiene loco con su infame conducta.
BROMIA. — Pero yo haré, Anfitrión, que tú mismo hables de otra manera y sepas que tu esposa es una mujer fiel y honrada; yo te daré pruebas convincentes de ello en pocas palabras. En primer lugar: Alcmena ha dado a luz dos gemelos.
ANFITRIÓN .— ¿Dos gemelos, dices?
BROMIA. — Sí, dos.
ANFITRIÓN — ¡Gracias sean dadas a los dioses!
[BROMIA. — Déjame hablar, para que te enteres que tanto tú como tu esposa gozáis del favor de los dioses.
ANFITRIÓN — Habla, pues.
BROMIA.  Después que empezó a venirle el parto a tu esposa, cuando le entraron los dolores, como suelen las parturientas, suplica la ayuda de los dioses inmortales, luego de haberse purificado las manos y haberse velado la cabeza. Entonces suena un trueno espantoso; en un primer momento creímos que se venía la casa abajo; toda ella daba un resplandor igual que si fuera de oro.
ANFITRIÓN — Por favor, déjate ya de burlas y apresúrate a sacarme de mi incertidumbre. ¿Qué es lo que pasa luego?
BROMIA. — Mientras ocurre todo esto, ninguno de nosotros oyó a tu mujer quejarse ni llorar: Alcmena ha dado a luz sin sentir dolor alguno.
ANFITRIÓN — Eso me llena de alegría, sea como sea la forma en que se ha portado conmigo.
BROMIA. — Déjate ahora de eso y oye lo que te digo: luego que dio a luz, nos dijo que bañáramos a los niños y nosotras nos pusimos a ello; pero el que lavé yo es muy grande y tiene una fuerza extraordinaria: no hubo manera de envolverle en los pañales.
ANFITRIÓN — Es prodigioso lo que dices; si es que es verdad, no hay duda de que los dioses han prestado su ayuda a mi esposa.
BROMIA. — Pues espera, que aún va a crecer tu asombro: después que le pusimos en la cuna, bajan volando al patio dos serpientes encrestadas enormes y empiezan a erguir la cabeza.
ANFITRIÓN — ¡Ay de mí!
BROMIA. — No temas: las serpientes se ponen a mirar a todos a su alrededor y luego que divisan a los niños, cogen y se van derechas a ellos; yo me pongo a retirar la cuna, tirando de ella hacia atrás, temiendo por las criaturas y toda asustada por mí misma, y las serpientes a perseguirnos con tanto mayor empeño. Al divisar uno de los niños a las serpientes, salta rápido de la cuna y se va derecho a atacarlas, y coge a cada una con una mano con una rapidez asombrosa.
ANFITRIÓN — Es portentoso, espantable, lo que cuentas, me haces temblar todo con tus palabras, pobre de mí. Pero, ¿qué es lo que pasó luego? Continúa.
BROMIA. — El niño da muerte a las dos serpientes. Entre tanto, llama con sonora voz a tu esposa...
ANFITRIÓN — ¿Quién?
BROMIA. —Júpiter, el supremo señor de los dioses y los hombres: dice que ha dormido en secreto con Alcmena y que el niño que había dado muerte a las serpientes, es su hijo, y tuyo el otro.
ANFITRIÓN. — Bien sabe Dios que no me duele, si es con Júpiter con quien tengo que partir la mitad de mi bien. Entra y di que me preparen enseguida los vasos para que en ofrenda de numerosas víctimas pida el favor del soberano Júpiter. Yo voy a hacer venir mientras al adivino Tiresias, para consultarle qué es lo que me aconseja hacer y contarle todo lo sucedido. Pero, ¿qué es esto? ¡Qué trueno tan espantoso! ¡Oh dioses, misericordia!
ESCENA SEGUNDA JÚPITER
JÚPITER. — Tranquilízate, Anfitrión, vengo a ayudaros, a ti y a los tuyos; no tienes nada que temer. Déjate de adivinos y de agoreros; yo te diré lo por venir y lo pasado mucho mejor que ellos, porque soy Júpiter. En primer lugar te hago saber que me he unido con Alcmena y la he dejado encinta de mi unión, al igual que tú cuando te marchaste a la guerra; en un solo parto ha dado a luz a dos criaturas, una de ellas, la engendrada por mí, te llenará de gloria inmortal con sus hazañas. Tú puedes reanudar tus buenas relaciones con tu esposa Alcmena: ella no ha dado motivo para que la acuses, yo he sido quien la obligó a obrar así. Ahora me marcho al cielo. (Desaparece.)
ESCENA TERCERA ANFITRIÓN
ANFITRIÓN —Haré así como ordenas y te ruego que cumplas tus promesas. Voy a reunirme con mi mujer, al viejo Tiresias  no le necesito ya. Ahora, distinguido público, un fuerte aplauso, en atención al soberano Júpiter.