ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA ANFITRIÓN, SOSIA
ANFITRIÓN. — Hale, ven tras de mí.
SOSIA. — Yo te iré siguiendo los pasos.
ANFITRIÓN. — Eres un infame.
SOSIA. — Pero, ¿por qué motivo?
ANFITRIÓN. — Porque me cuentas lo que no es ni ha
sido ni será jamás.
SOSIA. — ¡Equilicuatre, ya estás haciendo de
las tuyas, no te fías un pelo de tu gente!
ANFITRIÓN. — ¿Qué? ¿Cómo? Te juro que te voy a
cortar esa mala lengua, malvado.
SOSIA. — Tuyo soy, o sea que haz conmigo lo que
te venga bien y lo
que te de la gana; pero así y todo, nunca jamás me podrás intimidar de forma
que no diga las cosas tal como han sucedido.
ANFITRIÓN. — Infame, más que infame, ¿te atreves
a decirme que estás en casa estando aquí?
SOSIA. — No digo más que la verdad.
ANFITRIÓN. —Te vas a ganar el castigo de los
dioses y también el mío.
SOSIA. — En tu mano está, porque tuyo soy.
ANFITRIÓN. — Bribón, ¿te atreves a burlarte de tu
amo? ¿Te atreves a decir una cosa que nadie jamás ha visto hasta ahora ni es
posible, el que una persona esté al mismo tiempo en dos lugares distintos?
SOSIA. — En efecto, así es como digo.
ANFITRIÓN. — ¡Júpiter te confunda!
SOSIA. — Pero amo, ¿qué falta he cometido yo
contra ti?
ANFITRIÓN. — ¿Encima me lo preguntas, malvado,
mientras que sigues burlándote de mí?
SOSIA. — Tendrías razón en reñirme, si fuera
como dices; pero yo no estoy diciendo mentiras, yo no digo más que cómo son
las cosas.
ANFITRIÓN. — Yo creo que este hombre está bebido.
SOSIA. — ¡Ojalá!
ANFITRIÓN. — Estás deseando una cosa que ya
tienes.
SOSIA. — ¿Yo?
ANFITRIÓN. — Sí, tú. ¿Dónde has bebido?
SOSIA. — No he bebido en parte ninguna.
ANFITRIÓN. — ¡Menudo tipo está hecho éste!
SOSIA. —Te lo he dicho cien veces: estoy en
casa, digo. ¿Me
oyes? Y estoy yo, Sosia, también aquí contigo. ¿Te lo he dicho ahora bastante
a las claras?
ANFITRIÓN. — ¡Anda, vete ya!
SOSIA. — ¿Qué pasa?
ANFITRIÓN. — Estás apestado.
SOSIA. — Pero, ¿por qué dices eso? Yo me
encuentro bien y en buena salud, Anfitrión.
ANFITRIÓN. — Pues ya verás cómo vas a recibir tu
merecido y no vas
a estar bien y vas a ser un desgraciado, si es que acabo de llegar sano y
salvo a casa; hazme el favor de seguirme,
tú, que te estás burlando con esas locuras que dices y que después de no
haber cumplido el encargo de tu amo, vienes ahora encima a reírte de él;
bribón, que me vienes con unas historias imposibles, que nadie ha oído nunca
jamás. Ya verás cómo van a caer todas estas mentiras sobre tus espaldas.
SOSIA. — Anfitrión, para un siervo fiel y veraz
para con su amo, es la peor de las desgracias el tener que experimentar que
la verdad es vencida por la violencia.
ANFITRIÓN. — Pero, maldición, discurre conmigo,
¿cómo puede ser que tú estés al mismo tiempo aquí y en casa? Dime.
SOSIA. — Pues la verdad es que estoy aquí y
allí. Cualquiera puede asombrarse de una cosa así, y la verdad es que a mí no
me parece menos asombroso que a ti.
ANFITRIÓN. — ¿Cómo?
SOSIA. —Te digo que a mí no me parece esto
menos asombroso que a ti, ni yo, bien lo sabe Dios, podía darme crédito a mí
mismo, Sosia, hasta que ese Sosia que es yo mismo, hizo que le diera crédito
a él: ce por be me ha relatado todo lo sucedido durante la guerra. Además, no
me ha cogido sólo el nombre, sino también la figura: dos gotas de leche no
pueden ser más semejantes entre sí que ese otro yo lo es de mí. Porque luego
que me mandaste por delante desde el puerto a casa antes de amanecer...
ANFITRIÓN. — ¿Qué?
SOSIA. —Estaba yo allí delante de la puerta
mucho antes de haber llegado.
ANFITRIÓN. — ¡Maldición! ¿Qué bromas son ésas?
¿Estás en tu juicio?
SOSIA. — Estoy así como ves.
ANFITRIÓN. — Alguna mano maléfica le ha metido a
este hombre el mal que sea dentro del cuerpo, después de que se fue de mi
lado.
SOSIA. — Eso sí que es verdad, porque he sido
golpeteado pero que muy malamente a fuerza de puños.
ANFITRIÓN. — ¿Quién te ha pegado?
SOSIA. — Yo mismo a mí mismo, que estoy ahora
allí en casa.
ANFITRIÓN. — Mucho cuidado con contestar a otra
cosa que lo que te pregunto: lo primero de todo quiero que me digas, quién es
ese Sosia.
SOSIA. — Tu esclavo.
ANFITRIÓN. — Yo desde luego tengo más que bastante
contigo solo, ni
he tenido en toda mi vida otro esclavo Sosia aparte de ti.
SOSIA. — Pero yo ahora, Anfitrión, te digo: ya
verás, como cuando llegues a casa, te encuentras allí otro esclavo Sosia
aparte de mí, digo, hijo de Davo lo mismo que yo, con mi misma facha y la
misma edad que yo. ¿Qué quieres que te diga?
Tú tienes ahora un doble Sosia.
ANFITRIÓN. — ¡Qué cosas más raras dices! Pero a
mi mujer, ¿la viste?
SOSIA. — ¡Pero si no se me consintió entrar en
casa!
ANFITRIÓN. — ¿Quién te lo impidió?
SOSIA. — El Sosia ese que te estoy diciendo
todo el tiempo, el que me dio de puñetazos.
ANFITRIÓN. — Pero, ¿quién es ese Sosia?
SOSIA. — Yo, repito. ¿Cuántas veces te lo tengo
que decir?
ANFITRIÓN. — Vamos a ver, ¿es que te habías
quedado dormido?
SOSIA. — Ni hablar.
ANFITRIÓN. — No sea que es que hayas visto a ese
Sosia en sueños.
SOSIA. — No suelo yo cumplir en sueños las
órdenes de mi amo; lo vi despierto, lo mismo que despierto veo ahora,
despierto estoy hablando, despierto él me apuñeteó a mí despierto.
ANFITRIÓN. — ¿Quién?
SOSIA. — Sosia, digo, yo, él... ¿No me
entiendes, por favor?
ANFITRIÓN. — ¡Maldición! ¿Quién puede entenderte?
No hablas más que disparates.
SOSIA. — Tú vas a enterarte de la verdad
enseguida, cuando conozcas al esclavo Sosia ese.
ANFITRIÓN. — Ven conmigo, que esto es lo primero
que tengo que esclarecer; pero mira que se saquen del barco todas las cosas
que dije.
SOSIA. — Lo tengo presente y me cuidaré de que
esté a punto todo lo que mandes, que no he hecho yo desaparecer tus órdenes
de un trago junto con el vino.
ANFITRIÓN. — ¡Quiera Dios que los hechos
desmientan tus palabras!
ESCENA SEGUNDA ALCMENA, ANFITRIÓN,
SOSIA.
ALCMENA. — (Sin
ver a Anfitrión ni a Sosia.) Bien poco es lo que al correr del tiempo
en esta vida se disfruta de cosas agradables en comparación de las muchas
contrariedades. Ése es el destino de todos y cada uno de nosotros en este
mundo, y ésa es la voluntad de los dioses, que no haya rosa sin espina; y es
que hasta es mayor el disgusto y la pena que se tiene enseguida a punto, si
es que se ha tenido la suerte de disfrutar de un bien. Y esto lo sé yo ahora
por experiencia propia; hay que ver, aunque corta, qué grande ha sido mi
alegría de volver a ver a mi marido, una sola noche; y luego, de repente, se
marcha y me deja, antes del amanecer. Ahora me hace el efecto de que estoy
aquí completamente sola, después que está él ausente, él a quien amo más que
al mundo entero. Más pena me ha dado su marcha, que alegría su venida. Aunque
eso sí, una cosa me hace
feliz al menos, el saber que ha salido victorioso y que vuelve a la patria
cubierto de gloria; eso me consuela. Consiento en que esté ausente, con tal
que vuelva conseguida la victoria. Dispuesta estoy a conformarme y a soportar
su ausencia con fortaleza de ánimo; si se me da en pago saberle vencedor, con
eso me doy por satisfecha. El valor es por sí mismo la mejor de las
recompensas. No hay nada que lo supere: la libertad, el bienestar, la vida,
la hacienda y los padres, la patria y los hijos, todo lo protege y lo salva.
El valor es un compendio de todos los bienes y ninguno de ellos le falta a
quien está en posesión suya.
ANFITRIÓN. — (Sin
ver a Alcmena.) Por Dios, bien creo que mi esposa me va
a recibir con los brazos abiertos; tal es el mutuo amor que nos une,
sobre todo después que vuelvo habiendo tenido éxito en mi gestión y
conseguida la victoria sobre los enemigos. Todos pensaban que eran
indomables: bajo mi auspicio y mi mando, los hemos vencido al primer
encuentro. Estoy seguro de que está esperando mi llegada con toda su alma.
SOSIA. — Bueno, ¿y te crees tú que mi amiga no
está esperando la mía?
ALCMENA. — Ése es mi marido.
ANFITRIÓN. — (A Sosia.) Ven conmigo.
ALCMENA. — ¿Cómo es que vuelve ahora, si decía
hace nada que tenía tanta prisa por irse? ¿Será que lo hace a posta para
ponerme a prueba y quiere enterarse de si es que echo de menos su ausencia?
Bien sabe Dios que no tengo nada en contra de verle volver a casa.
SOSIA. — Anfitrión, yo creo que es mejor que
nos volvamos al barco.
ANFITRIÓN. — ¿Y eso, por qué motivo?
SOSIA. — Porque aquí en casa, no nos va a
ofrecer nadie un almuerzo a nuestra llegada.
ANFITRIÓN — ¿Por qué se te ocurre una cosa así?
SOSIA. — Pues porque, según veo, llegamos un
poco tarde.
ANFITRIÓN. — ¿Pero por qué?
SOSIA. —Porque a juzgar como veo al ama ahí
delante de casa, me parece que está bien harta.
ANFITRIÓN — Si es que la dejé encinta cuando me
marché.
SOSIA. — ¡Ay, pobre de mí!
ANFITRIÓN — ¿Qué es lo que te pasa?
SOSIA. — Ya veo que vengo a punto para acarrear
agua, cumplidos los nueve meses, según la cuenta que dices.
ANFITRIÓN — No te apures, hombre.
SOSIA. — ¿Que no me apure? Como coja el cubo,
no me vuelvas a creer en tu vida ni un pelo, si no le arranco el alma entera
al maldito pozo, si me pongo.
ANFITRIÓN. — Ven conmigo, yo le encargaré a otro
ese trabajo, no padezcas.
ALCMENA. — Yo creo que mi deber sería ahora salir
a su encuentro.
ANFITRIÓN. — Anfitrión tiene el gusto de saludar
a su tan deseada esposa. Alcmena, tú, la mejor de las tebanas a los ojos de
tu marido, la intachable en opinión de todo el pueblo de Tebas. ¿Cómo te ha
ido durante mi ausencia? ¿Estabas esperando mi llegada?
SOSIA. — (Aparte.) No me digas: lo saluda con la misma
alegría que si fuera un perro el que viene.
ANFITRIÓN. — ¡Qué alegría verte en estado y ya tan
adelantada!
ALCMENA. — Oye, por Dios, ¿qué manera es esa de
burlarte de mí? Me hablas y me saludas, como si no acabaras de verme, como si
llegaras ahora mismo a casa de vuelta de la guerra [y me hablas como si hiciera
mucho que no me ves].
ANFITRIÓN. — No, yo a ti, si no es ahora mismo, no
te he visto en parte ninguna.
ALCMENA. — ¿Por qué lo niegas?
ANFITRIÓN. — Porque he aprendido a decir la
verdad.
ALCMENA. —No hace bien el que olvida lo que
aprendió. ¿Es que queréis poner a prueba mis sentimientos? ¿Por qué volvéis
tan pronto? ¿Es que te ha detenido algún agüero, o es por el mal tiempo, que no
te has marchado al ejército, como me dijiste
hace nada?
ANFITRIÓN. — ¿Hace nada? ¿Cuándo ha sido eso que
dices?
ALCMENA. — Me quieres poner a prueba: hace un
rato, ahora mismo.
ANFITRIÓN. — Por favor, ¿cómo es posible que haya
sido, como dices «hace un rato, ahora mismo»?
ALCMENA. — Bueno, ¿es que crees que me pongo yo
también de bromas como tú, que dices que acabas de llegar, cuando lo que
acabas es de irte?
ANFITRIÓN. — Esta mujer no dice más que locuras.
SOSIA. — Espera un poquillo, hasta que
despierte de su sueño.
ANFITRIÓN. — ¡Si está soñando despierta!
ALCMENA. — Por Dios, despierta estoy y despierta
os digo lo que ha pasado, que os he visto poco antes del amanecer, lo mismo a
ése que a ti.
ANFITRIÓN — ¿En dónde?
ALCMENA. — Aquí, en tu propia casa.
ANFITRIÓN. — Imposible.
SOSIA. — Calla. Quizá es que el barco nos ha
traído aquí desde el puerto, mientras dormíamos.
ANFITRIÓN. — ¿Ahora te vas a poner tú también a
llevarle la corriente?
SOSIA. — ¿Qué quieres? ¿Es que no sabes, que si
le quieres hacer frente a un bacante en su delirio, la volverás todavía más
loca de lo que está y redoblará sus golpes, y en cambio, si le llevas el
humor, sales del paso con un solo sopapo?
ANFITRIÓN — Así y todo te juro que estoy decidido
a echarle una buena reprimenda por no querer saludarme a mi llegada.
SOSIA. — Eso es como si te pones a azuzar a
avispas.
ANFITRIÓN. — Calla. Alcmena, quiero hacerte una
pregunta.
ALCMENA. — Pregunta lo que quieras.
ANFITRIÓN — ¿Es que te has vuelto tonta o se te
han subido los humos a la cabeza?
ALCMENA. — Pero, ¿cómo se te ocurre preguntarme
una cosa así, marido mío?
ANFITRIÓN. — Pues porque otras veces me saludabas
siempre al llegar y me hablabas así como las mujeres decentes hacen con sus
maridos. Y ahora al llegar a casa, veo que has perdido esas buenas maneras.
ALCMENA. — Por Dios, que eso lo hice ya ayer
cuando llegaste, te saludé enseguida y te pregunté cómo te había ido, marido
mío, y te tomé
la mano y te di un beso.
SOSIA. — ¿Que tú has saludado ayer al amo?
ALCMENA. — Y a ti también, Sosia.
SOSIA. — Anfitrión, yo había pensado que tu
mujer te iba a dar un hijo, pero no es un hijo lo que lleva dentro del
cuerpo.
ANFITRIÓN — Sino ¿qué?
SOSIA. — Locura.
ALCMENA. — Yo estoy en mi juicio y espero, con la
ayuda de dios, dar a luz con salud a mi hijo. Pero lo que es tú, te vas a
ganar una buena, si mi marido obra como debe; tú, agorero, por ese mal
agüero, recibirás tu merecido.
SOSIA. —No, sino la parturienta es la que se va
a ganar una buena, manzana, digo, para que tengas donde mordisquear cuando
empieces a sentirte mal.
ANFITRIÓN. — Pero, ¿dices entonces que me has visto
aquí ayer?
ALCMENA. — Sí te he visto, digo, si es que
quieres que te lo repita cien veces.
ANFITRIÓN. — Será en sueños quizás.
ALCMENA. — No, sino despierta, lo mismo yo que
tú.
ANFITRIÓN. — ¡Ay pobre de mí!
SOSIA. — ¿Pero qué te pasa?
ANFITRIÓN. — Mi mujer se ha vuelto loca.
SOSIA. — Eso es de la atrabilis: no hay otra
cosa que haga delirar más rápido a la gente.
ANFITRIÓN — ¿Y desde cuándo has empezado a sentir
ese mal?
ALCMENA. — Por Dios, yo estoy completamente bien.
ANFITRIÓN. — ¿Pues por qué dices entonces que me
has visto ayer, si hemos atracado en el puerto esta noche pasada? Allí he
cenado y he dormido toda la noche en el barco, ni he puesto hasta ahora un
pie en casa, después que marché con el ejército al país de los teléboas ni
desde que los vencimos.
ALCMENA. — No señor, has cenado conmigo y conmigo
te has acostado.
ANFITRIÓN. — Pero, ¿qué dices?
ALCMENA. — La pura verdad.
ANFITRIÓN. — En este punto, por Dios, ni pensarlo;
por lo demás, no digo que no.
ALCMENA. —Tú te volviste al ejército al despuntar
el alba.
ANFITRIÓN. — ¿Pero, cómo?
SOSIA. — Ella te lo dice así como lo tiene en
la memoria: te está contando un sueño. Pero tú, ama, después que despertaste,
debías haber cogido harina con sal e incienso y haber hecho una ofrenda a
Júpiter, abogado de lo imposible.
ALCMENA. — ¡Ay de ti!
SOSIA. — De ti, eh, es de quien debe salir el
tomar precauciones.
ALCMENA. — Ya es la segunda vez que me habla mal,
y sin que sufra castigo alguno por ello.
ANFITRIÓN. — (A Sosia) Calla tú. Tú, Alcmena, dime,
¿que me he marchado yo hoy de aquí al amanecer?
ALCMENA. — ¿Pues quién si no vosotros, me ha
contado lo que ha pasado en el frente?
ANFITRIÓN. — Pero, ¿es que lo sabes?
ALCMENA. — Como que lo he oído de ti, de cómo has
tomado una ciudad grandísima y que tú mismo has dado muerte al rey Ptérelas.
ANFITRIÓN. — ¿Que yo he dicho eso?
ALCMENA. — Tú en persona, y en presencia de Sosia.
ANFITRIÓN. — Sosia, ¿me has oído tú contar hoy eso?
SOSIA. — ¿Dónde lo voy a haber oído?
ANFITRIÓN — Pregúntaselo al ama.
SOSIA. — En mi presencia, que yo sepa, nunca
jamás.
ALCMENA. — Milagro sería que te llevara la
contraria.
ANFITRIÓN. — Sosia, venga, mírame.
SOSIA. — A la orden.
ANFITRIÓN. — Yo quiero que digas la verdad, no que
busques complacerme: ¿has oído tú que yo le he dicho a ella lo que afirma?
SOSIA. — ¡Diablos!, por favor, ¿es que te has
vuelto ahora tú también loco, que me haces esa pregunta, si yo mismo, igual
que tú, la veo ahora por primera vez después de nuestro regreso, junto
contigo?
ANFITRIÓN — A ver, qué dices ahora, ¿le estás
oyendo?
ALCMENA. — Desde luego, y que miente.
ANFITRIÓN. — Entonces, ¿no le das crédito ni a él
ni a mí, a tu propio marido?
ALCMENA. — Claro que no, porque me doy crédito a
mí misma y sé muy bien que ha ocurrido así como os digo.
ANFITRIÓN. — ¿Tú dices que yo he llegado ayer?
ALCMENA. — ¿Tú niegas que te has marchado hoy?
ANFITRIÓN. — Sí que lo niego, y afirmo que vengo
ahora por primera vez aquí a casa.
ALCMENA. — Por favor, ¿vas a negar también que me
has regalado hoy una copa de oro, que me dijiste que te la habían regalado a
ti allí?
ANFITRIÓN. — Por Dios, ni te la he dado ni he
dicho una cosa así; pero desde luego tenía la intención y la sigo teniendo,
de regalarte esa copa. Pero, ¿quién es el que te ha dicho eso?
ALCMENA. — Yo lo he oído de ti, y de tu mano he
recibido la copa.
ANFITRIÓN. — ¡Un momento, un momento, por favor!
Sosia, me extraña mucho, cómo sabe ella que me han regalado esa copa de oro,
como no sea que tú la hayas visto antes y se lo hayas contado todo.
SOSIA. —Te juro que ni lo he dicho ni yo he
visto al ama antes de ahora contigo.
ANFITRIÓN — ¡Ay, qué gente ésta!
ALCMENA. — ¿Quieres que te saque la copa?
ANFITRIÓN. — Sí, sácala.
ALCMENA. — Bien. (A una esclava.) Anda, Tésala, ve y trae la copa
que me dio antes mi marido.
ANFITRIÓN. — Ven para acá, Sosia.; esto ya desde luego me produce un asombro sin límites, si es
que realmente tiene ella la copa como dice.
SOSIA. — Pero bueno, ¿te crees que es posible
eso, si viene aquí en este cofre, precintado con tu sello?
ANFITRIÓN. — ¿Está el sello intacto?
SOSIA. — Velo tú.
ANFITRIÓN. — Sí, está tal como yo lo sellé.
SOSIA. — Dime, amo, ¿por qué no mandas que le
hagan un exorcismo, como si estuviera posesa?
ANFITRIÓN — Por Dios, que creo que sería
necesario, tiene malos espíritus dentro del cuerpo.
ALCMENA. — (Enseñándole
la copa que trae Tésala.) Mira,
no hay
más que decir,
toma la copa, aquí la tienes.
ANFITRIÓN. — Trae.
ALCMENA. — Anda, mira ahora, tú que te empeñas en
negar los hechos; verás cómo ahora le convenzo: ¿es ésta la copa que te han
regalado allí?
ANFITRIÓN. — ¡Soberano Júpiter! ¿Qué ven mis ojos?
Ésta es realmente la copa. Muerto soy.
SOSIA. — ¡Demonio!, o esta mujer es una bruja
sin par, o la copa tiene que estar aquí dentro.
ANFITRIÓN — Venga, abre el cofre.
SOSIA.— ¿A qué lo voy a abrir? El precinto
está como se debe; todo nos ha salido a pedir de boca: tú has parido a otro
Anfitrión, yo he parido a otro Sosia; ahora, si es que la copa ha
parido a otra copa, nos hemos duplicado los tres.
ANFITRIÓN.— Quiero abrir el cofre y ver qué pasa.
SOSIA. —Controla primero el sello, no sea que
vayas luego a echarme la culpa a mí.
ANFITRIÓN. — Abre ya, que ésta nos va a volver
locos con las cosas que dice.
ALCMENA. — ¿De dónde la voy a haber sacado yo, si
no es que tú me la has regalado?
ANFITRIÓN. —Eso es lo que quiero averiguar.
SOSIA. — ¡Júpiter, oh Júpiter!
ANFITRIÓN — ¿Qué te pasa?
SOSIA. — Aquí en el cofre, no hay copa ninguna.
ANFITRIÓN. — ¿Qué es lo que oigo?
SOSIA. — La pura verdad.
ANFITRIÓN. — Y lo vas a pagar tú, si la copa no
aparece
ALCMENA. — Pero si está aquí.
ANFITRIÓN — ¿Quién te la ha dado?
ALCMENA. — El mismo que hace esa pregunta.
SOSIA. —Tú me estás engañando, seguro que es
que te adelantaste aquí a carrera por otro camino desde el barco en secreto y
sacaste la copa de aquí y se la diste y luego volviste a precintar el cofre a
escondidillas.
ANFITRIÓN. — ¡Ay de mí! ¿Ahora te pones tú
también a fomentar su locura? ¿Dices que nosotros vinimos ayer aquí?
ALCMENA. — Sí, y nada más llegar, me saludaste y
yo a ti y yo te di un beso.
ANFITRIÓN. — Ese comienzo del beso, no me hace
gracia; anda, sigue.
ALCMENA. — Luego tomaste un baño.
ANFITRIÓN. — ¿Y después del baño?
ALCMENA. — Te pusiste a la mesa.
SOSIA. — ¡Ole, fantástico! Venga, sigue
interrogándola.
ANFITRIÓN — No interrumpas; sigue diciendo.
ALCMENA. — Se sirvió la cena; tú cenaste conmigo,
yo estaba también a la mesa.
ANFITRIÓN. — ¿En el mismo diván?
ALCMENA. — Sí, en el mismo.
SOSIA. — Eh, no me hace gracia esa cena.
ANFITRIÓN. — Déjala explicarse; y después que
cenamos, ¿qué?
ALCMENA. — Decías que tenías sueño; se levantó la
mesa y nos fuimos a acostar.
ANFITRIÓN. — ¿En dónde te acostaste tú?
ALCMENA. — En el mismo lecho que tú, contigo en
nuestro dormitorio.
ANFITRIÓN — Me has perdido.
SOSIA. — ¿Qué te pasa?
ANFITRIÓN.— Acaba de darme muerte.
ALCMENA. — ¿Por qué, por favor?
ANFITRIÓN.— No me digas nada.
SOSIA. — Pero, ¿qué te pasa?
ANFITRIÓN. —Pobre de mí, estoy perdido, mi mujer
ha sido seducida en mi ausencia.
ALCMENA. —Por Dios, esposo mío, dime, ¿por qué me
dices una cosa así?
ANFITRIÓN. — ¿Yo soy tu esposo? Falsaria, no me
llames con un nombre falso.
SOSIA. — (Aparte.) Esto ya es el lío padre, si resulta que éste, de marido
que era, se ha convertido en mujer.
ALCMENA. — ¿Qué he hecho yo para que se me digan
tales cosas?
ANFITRIÓN. — ¿Conque tú misma relatas tus hechos
y luego me preguntas que en qué has faltado?
ALCMENA. — ¿Qué falta he cometido yo, si he
estado contigo, con quien estoy casada?
ANFITRIÓN. — ¿Que tú has estado conmigo? ¿Habrase
visto algo más atrevido que esta desvergonzada? Al menos, si es que no tienes
vergüenza, debías simular que la tenías.
ALCMENA. — Esa acción que tú me echas en cara, es
indigna de mi linaje; si es que tratas de cogerme en delito de infidelidad,
no lo vas a conseguir.
ANFITRIÓN. — ¡Dioses inmortales! ¿Me conoces tú por
lo menos, Sosia?
SOSIA. — Más o menos.
ANFITRIÓN. — ¿He cenado yo anoche en el barco en el
Puerto Pérsico?
ALCMENA. — Yo también tengo testigos que pueden
ratificar lo que yo afirmo.
SOSIA. — Yo no sé decir qué es lo que aquí
ocurre, como no sea que es que haya otro Anfitrión, que se ocupa en tu
ausencia de tus intereses y haga aquí tu oficio mientras no estás; porque si
ya es más que asombroso lo del Sosia ese de pega, desde luego esto de un
doble de Anfitrión es ya el colmo.
ANFITRIÓN. — Aquí está de por medio el embaucador
que sea, que engaña a esta mujer.
ALCMENA. — Por el reino del supremo rey del cielo
te juro, y por Juno, la diosa madre, a la que me corresponde reverenciar y
temer en grado sumo, que ningún mortal fuera de ti ha tocado mi cuerpo con el
suyo haciéndome perder mi pudor.
ANFITRIÓN. — ¡Ojalá sea verdad!
ALCMENA. — Verdad es lo que digo, pero en vano,
porque no quieres creerme.
ANFITRIÓN. — Se ve que eres una mujer, no te falta
atrevimiento para jurar.
ALCMENA. —Quien no ha caído en falta, puede
atreverse y hablar en favor propio con aplomo y con valentía.
ANFITRIÓN. — Desde luego no te falta osadía.
ALCMENA. — Como corresponde a una mujer honrada.
ANFITRIÓN. — Sí, de palabra.
ALCMENA. — Para mí la dote, no es lo que
corrientemente recibe ese nombre, para mí la dote es la honestidad, el pudor,
el dominio de la pasión, el temor de los dioses, el amor filial y la
concordia entre la familia, el ser complaciente contigo, generosa con los
buenos, dispuesta a ayudar a la gente de bien.
SOSIA. — ¡Caray!, que, si es verdad lo que
dice, es un modelo de mujer.
ANFITRIÓN. — Me tiene tan cautivado, que no sé ni
quién soy.
SOSIA. — Anfitrión eres, no te dejes usurpar tu
persona; tal es la manera en que se transforman aquí la gente después que
hemos vuelto del extranjero.
ANFITRIÓN — Alcmena, estoy decidido a investigar
el caso.
ALCMENA. — Por mi parte, con mucho gusto.
ANFITRIÓN. — Dime, ¿qué te parece, si hago venir
aquí del puerto a tu pariente Náucrates, que ha hecho la travesía junto
conmigo en uno y el mismo barco? Si él afirma que no ha sido así como tú
dices, ¿qué debe hacerse entonces contigo? ¿Hay algún motivo entonces para
que no te castigue con el divorcio?
ALCMENA. — Si es que he cometido una falta, no lo
hay.
ANFITRIÓN. — Trato hecho. Tú, Sosia, haz entrar a
éstos (los esclavos); yo voy a buscar a Náucrates,
para traerle aquí. (Se va.)
SOSIA. — Ahora que estamos a solas: dime la
verdad, ¿hay ahí dentro un segundo Sosia, que sea igualito que yo?
ALCMENA. — ¿No te quitas de mi vista, digno
esclavo de tu amo?
SOSIA. — Me largo, si tú lo ordenas. (Entra con los esclavos encasa.)
ALCMENA. — Por Dios, qué cosa tan extraña, el empeñarse
mi marido en echarme en cara en falso una acción tan deshonrosa; sea ello lo
que sea, ya me enteraré por mi pariente Náucrates.
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