Raymond Chandler,
autor legendario de la novela
negraestadounidense, cuya influencia se extendió al campo
cinematográfico gracias al detective privado Philip
Marlowe, interpretado, entre otros, por Humphrey Bogart o Robert Mitchum.
Si la
literatura ha dado inolvidables personajes de ese estilo, Philip
Marlowe se encuentra en el olimpo de los más recordados, junto al Sam
Spade de Dashiell Hammett,
el Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan-Doyle y el Hércules Poirot de Agatha
Christie.
Marlowe, uno de
los primeros grandes antihéroes de EEUU, resulta irónico, cínico y bruto a la
par que encantador, todo un arquetipo de la masculinidad. “Hizo que la corrupción y el vicio fueran
extremadamente atractivos“, sostiene el periódico Los Angeles Times.
Chandler tenía 51 años cuando publicó su primera novela, “El
sueño eterno” (The Big Sleep, en 1939). Después llegarían “Adiós,
muñeca” (Farewell, My Lovely,
1940), “La
ventana alta” (The High Window,
1942), “La
dama del lago” (The Lady in the Lake,
1943), “La
hermana pequeña”, (The Little Sister,
1949), “El
largo adiós” (The Long Goodbye,
1954), “Playback”
(1958) y la inconclusa “Poodle Springs”
(1959), que fue rematada por su admirador Robert B. Parker.
Todas ellas
con Marlowe como protagonista y
como extensión sobre el papel de su propio autor.
La primera
adaptación al cine de “El
sueño eterno” fue el clásico del cine negro dirigido por Howard Hawks en 1946, con Bogart en
la piel del detective y Lauren
Bacall como la perfecta “femme
fatale“.
“Eran
aproximadamente las once de la mañana de un mediados de octubre sin sol y con
una copiosa lluvia en la claridad al pie de las sierras. Llevaba yo mi traje
azul pólvora, camisa azul oscura, corbata y un pañuelo desplegado, zapatos
gruesos y negros, medias negras de lana, con cuadrados azul oscuro. Estaba yo
pulcro, limpio, afeitado y sobrio y me importaba muy poco quien lo supiera. Era
en todo el detective privado tal cual debe ser. Iba a pedir cuatro millones de
dólares. “ (Fragmento
de “El sueño eterno”)
Años después, en
1978, fue Robert
Mitchum quien tomó el relevo de Bogart en una nueva
versión realizada por Michael Winner. El actor estadounidense repetía por
entonces ese personaje, ya que en 1975 protagonizó “Adiós
muñeca“, de Dick Richards.
“Habían
puesto a Rembrandt en el almanaque ese año, un autorretrato más bien grasoso
debido a la impresión imperfecta de los colores. Lo mostraba sosteniendo una
paleta engrasada con un pulgar sucio, y con una camisa que no parecía muy
limpia tampoco. La otra mano tenía un pincel suspendido en el aire, como si
estuviera pensando en hacer un trabajito, si alguien se lo pagaba por
adelantado. El rostro se veía envejecido, flojo, lleno de disgusto por la vida
y de los efectos engrosadores de la bebida. Pero tenía una dura alegría que me
gustaba, y los ojos eran tan brillantes como gotas de rocío ” (Fragmento
de “Adiós muñeca”)
A Marlowe también
lo encarnaron otros actores como Dick
Powell, George
Montgomery, Robert
Montgomery, James
Garner, Elliot
Gould y James
Caan, el más reciente (“Poodle Springs“, 1998),
quienes insuflaron al papel las necesarias dosis de humanidad y hasta cierta
ternura.
Además Chandler redactó
más de veinte relatos cortos detectivescos -los primeros fueron publicados en
las revistas “pulp” Black Mask y Dime Detective- así como un par de ensayos de
relumbrón, sobre todo “The
Simple Art of Murder“, donde nació la expresión “mean streets” (“malas calles”), usada
por Martin Scorsese en
una de sus primeras películas.
El cine, no
obstante, fue siempre objeto de deseo para Chandler, quien colaboró en los
guiones de “Perdición”
(Double Indemnity, 1944) de Billy
Wilder, y “Extraños
en un tren” (Strangers on a Train,
1951), de Alfred Hitchcock,
basada en la novela de Patricia
Highsmith.
El único libreto
que redactó por sí mismo fue el de la cinta “La
dalia azul” (The Blue Dahlia,
1946), con Alan Ladd y Veronica
Lake, por la que fue candidato al Óscar.
Chandler,
nacido en Chicago (Illinois) en 1888, se casó en 1924 con Cissy Hurlbut, una mujer 18 años
mayor que él con la que había comenzado una relación cinco años antes, cuando
ésta estaba casada, y con la que nunca tuvo hijos. Tras la muerte de Cissy en
1954, el novelista emprendió un descenso
a los infiernos ahogado en alcohol, que le llevó a varios
intentos de suicidio.
“Es un hombre
relativamente pobre, pues de lo contrario no sería detective. Es un hombre
común, pues de lo contrario no viviría entre gente común. Tiene un cierto
conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acepta con
deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la correspondiente
y desapasionada venganza. Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que
uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido.
Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un
vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con
desprecio por la mezquindad. El relato es la aventura de este hombre en busca
de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre
adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a
uno, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que
vive. Si hubiera bastantes hombres como él, creo que el mundo sería un lugar
muy seguro en el que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que
no valiera la pena habitar en él. ” (Fragmento de “El simple arte de matar”)
Cuando murió en
San Diego (California) el 26 de marzo de 1959,
a los 70
años, dejó todo su patrimonio – 60.000 dólares y los futuros ingresos por
derechos de autor- a su amiga y agente literaria, Helga Greene.
En las
novelas de Chandler, además de sus personajes, el contexto cobra una gran
importancia. Sus personajes se desenvuelven en un hábitat que el escritor
conocía muy bien: Los Ángeles, una ciudad tan brillante en su exterior como
vacía en su interior, según la novelista Judith Freeman, autora de “The
Long Embrace: Raymond Chandler and the Woman He Loved“.
En ese
libro Freeman sostiene que Chandler describió
a la perfección “la soledad
estadounidense“, retratada en esa ciudad californiana por
“gente abandonada en el paraíso, entre la abundancia y la riqueza extrema”,
como policías al margen de la ley, médicos drogadictos, matones ingenuos y
millonarias con la intención de engrosar, de cualquier forma, su patrimonio.
Raymond
Chadler
“Eran
aproximadamente las once de la mañana de un mediados de octubre sin sol y con
una copiosa lluvia en la claridad al pie de las sierras. Llevaba yo mi traje
azul pólvora, camisa azul oscura, corbata y un pañuelo desplegado, zapatos
gruesos y negros, medias negras de lana, con cuadrados azul oscuro. Estaba yo
pulcro, limpio, afeitado y sobrio y me importaba muy poco quien lo supiera. Era
en todo el detective privado tal cual debe ser. Iba a pedir cuatro millones de
dólares. “
“Habían
puesto a Rembrandt en el almanaque ese año, un autorretrato más bien grasoso
debido a la impresión imperfecta de los colores. Lo mostraba sosteniendo una
paleta engrasada con un pulgar sucio, y con una camisa que no parecía muy
limpia tampoco. La otra mano tenía un pincel suspendido en el aire, como si
estuviera pensando en hacer un trabajito, si alguien se lo pagaba por
adelantado. El rostro se veía envejecido, flojo, lleno de disgusto por la vida
y de los efectos engrosadores de la bebida. Pero tenía una dura alegría que me
gustaba, y los ojos eran tan brillantes como gotas de rocío ” (Fragmento
de “Adiós muñeca”)
común, pues
de lo contrario no viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del
carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acepta con deshonestidad el
dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la correspondiente y
desapasionada venganza. Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que
uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido.
Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un
vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con
desprecio por la mezquindad. El relato es la aventura de este hombre en busca
de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre
adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a
uno, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que
vive. Si hubiera bastantes hombres como él, creo que el mundo sería un lugar
muy seguro en el que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que
no valiera la pena habitar en él. ” (Fragmento de “El simple arte de matar”)
Patricia
Higsmith
Suspense (fragmento)
" Si un escritor de suspense escribe sobre asesinos y víctimas, sobre gente sumida en el torbellino de esta terrible serie de hechos, debe conseguir algo más que la simple descripción de la brutalidad y la sangre derramada. Debería estar interesado en la justicia de este mundo, o en la ausencia de la misma, en lo bueno y en lo malo, en la cobardía y el coraje humanos, aunque no entendiéndolos simplemente como fuerzas que mueven una trama en una determinada dirección. En una palabra, su gente ficticia debe parecer real. " |
Crímenes imaginarios (fragmento)
" Al llegar el sábado, la policía ya había estado por segunda vez en casa de Sydney y también en casa de la señora Lilybanks, el mismo joven policía uniformado y un hombre de mayor edad vestido de paisano: el inspector Brockway de Ipswich. Era un hombre alto y severo, de unos cincuenta años, que hablaba en voz baja pero tosía ruidosamente cada dos por tres. Sydney ya había adivinado que Alicia también estaba interpretando su papel, con decisión además, en aquel drama ficticio en el que Sydney la había eliminado. Si podía evitarlo, Alicia no se pondría en contacto con él ni con ninguna otra persona. Y el sábado Sydney presintió que el inspector Brockway sospechaba de él. Curiosamente, Sydney se sentía un poco culpable y nervioso. Sin embargo, también se sentía muy seguro de sí mismo, ya que no había liquidado a Alicia. A pesar de ello, se le cayó sin querer una taza en la cocina mientras se estaba preparando un poco de café (el inspector y el agente no habían aceptado una taza) y los dos policías le observaban desde el comedor. Sydney tartamudeaba. Primero dijo que había dejado a su mujer en el tren en Campsey Ash, luego, cuando el agente joven le corrigió basándose en su primera declaración, Sydney dijo que la había dejarlo en Ipswich. —¿Vio a algún conocido en Ipswich aquel día? ¿Alguien en la estación? —preguntó el inspector. —Por desgracia, no —había contestado rápidamente Sydney, viendo cómo el inspector captaba las palabras «por desgracia». Era asombroso ver de qué modo tan natural surgía toda la culpabilidad imaginaria. El inspector pidió que le enseñara la habitación de Alicia en el piso de arriba, lo cual significaba el dormitorio y el estudio de Alicia, y Sydney comentó que su esposa se había llevado la caja de pinturas, que era del tamaño de una maleta pequeña, pero no el caballete. El inspector abrió el primer cajón, que era el de Alicia, de la cómoda que había en el dormitorio, tal vez en busca de algo que ninguna mujer se hubiese dejado en casa, algo como el lápiz de labios o la polvera, pero el cajón contenía aún cuatro lápices de labios y dos polveras viejas, además de varios pañuelos y bufandas, tijeras para la manicura, un costurero pequeño y varios cinturones. El inspector Brockway preguntó qué clase de maleta se había llevado Alicia, y Sydney le contestó que se había llevado dos, una de color azul marino con cantoneras de cuero marrón y otra mayor, de cuero también marrón, provista de una correa. Se había llevado unos cuantos vestidos de invierno y un abrigo con cuello de piel. ¿Qué llevaba al irse? Sydney no se acordaba. Pero se había llevado su impermeable color canela sobre el brazo. Luego, el inspector Brockway y el agente joven salieron por la puerta de atrás sin decir nada y Sydney los siguió, desconcertado, hasta que se le ocurrió que el inspector quería comprobar si en el patio posterior o en el jardín había señales de que alguien hubiera cavado un hoyo o algo parecido. Sydney sintió cierto interés ya que aquello le recordó a Christie, e hizo cuanto pudo por imaginarse que era realmente culpable de haber matado a su esposa y de haberla enterrado luego bajo un par de metros cuadrados de césped, que habría vuelto a colocar cuidadosamente en su lugar después de cortarlo en parcelitas de quince centímetros cuadrados; pero en realidad no fue capaz de imaginar gran cosa y, en cuanto a su comportamiento externo, supuso que un culpable habría hecho lo mismo que él: alzar los ojos hacia el cielo, contemplar los pájaros y dejar tranquilo a los policías. Huelga decir que un culpable habría permanecido atento a los posibles hallazgos de la policía y eso mismo hizo Sydney, echando de vez en cuando una mirada de reojo desde unos doce metros de distancia. El inspector también había echado un vistazo al garaje, observando que el suelo era de madera. A juicio de Sydney, la búsqueda no fue muy concienzuda. Un investigación como es debido habría significado gatear por todas partes, hurgando e incluso cavando en algunos puntos y levantando el suelo del garaje. Pero, a pesar de ello, el inspector seguía buscando un cadáver enterrado y el registro más atento podía llegar más tarde. Las dos o tres lluvias del último mes habrían borrado toda señal de tierra recién movida desde la desaparición de Alicia, y sin duda el inspector también pensaba en ello. El adiós del inspector, cortés pero rígido, no incluyó ninguna palabra destinada a darle ánimos ni ninguna promesa de llamarle en cuanto averiguaran algo. "
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