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Contra los móviles
Ahora es todo lo contrario. La progresiva infantilización de nuestra sociedad se ha visto coronada por los teléfonos portátiles, que permiten satisfacer la impaciencia por contarle o preguntarle algo a alguien, o ni siquiera: por sentirse acompañado, a costa de darle a otro la tabarra. Antes solía haber un periodo de espera -por lo menos hasta encontrar una cabina o llegar a casa- entre el momento en que a uno se le ocurría llamar y el de hacerlo efectivamente. Esas dilaciones no eran nada desdeñables; en el peor de los casos, servían para decidir mentalmente qué o cuánto iba a decirse, a veces para preparar la formulación, o perfeccionarla; en el mejor, para descartar la llamada y ahorrársela sobre todo al otro. Daba tiempo a pensárselo un poco, a echarse atrás del primerísimo impulso, a ponderar si era o no bueno poner a nadie al tanto de lo que acababa de pensarse o saberse, si en verdad le interesaba a uno que alguien más estuviera enterado. Por así decir, a la discreción se le daban oportunidades. También a la selección de las informaciones, a la capacidad de secreto, a la consideración de ir a causar más perjuicio que beneficio con la revelación instantánea de un hecho o de unas palabras.
No hace falta añadir que no poseo móvil ni lo poseeré jamás, pero estoy harto de ver a mi alrededor a personas que viven esclavizadas por él o que esclavizan con él o ambas cosas (lo más frecuente). Porque lo que este invento ha instigado es la propagación de lo que se conocía antiguamente como "incontinencia verbal". La expresión ya apenas se usa, y la razón es muy simple: no se puede ya ver como anómalo lo que aqueja a la mayoría. Y eso es lo malo: empieza a percibirse como normal que cualquier tirano llame a cualquier sojuzgado en cualesquiera momento y lugar para soltarle las tres chuminadas o más bien trescientas que se le hayan pasado por la cabeza, o sencillamente "para charlar". Y si la persona llamada no responde, la solicitación del que llama queda siempre registrada y nunca se pierde en el añorado limbo de lo incumplido y lo no sabido, de tal manera que cada impositivo timbrazo deja su huella e incrementa una especie de deuda agobiante: "Tengo que devolver un montón de llamadas", es la desesperada frase que oigo a mis amistades cuando miran sus móviles tras haberlos desconectado un rato. Esta inmediatez, esta facilidad para contar y decir, esta incontinencia general y esta constancia de las tentativas fallidas han propiciado un abaratamiento y una trivialización del hablar y del escuchar como nunca se habían dado. Puesto que la cháchara es continua y omnipresente, crece la tendencia a no otorgar la menor importancia a lo que se dice ni a lo que se oye. En parte como defensa ante el imparable aluvión de voces, hay mucha gente que ha optado por no prestarles atención en ningún caso, y tal vez eso explique lo ocurrido con el portavoz del Gobierno y los periodistas, que comenté hace una semana, o lo que hoy sucede por norma con las declaraciones de los políticos. Estos se sienten cada vez más impunes para sostener una opinión un día y la contraria al siguiente; para negar que dijeron lo que dijeron, aunque esté grabado; para calumniar o insultar y no hacerse responsables luego de sus falacias ni de sus agravios. Se tiene la sensación de que las palabras no cuentan, de que todas carecen de gravedad y peso y aun de sentido. No es ya que se las lleve el viento, según la inmemorial expresión, sino que se difuminan en el aire solas, nada más salir de las bocas, sin necesidad de la más leve brisa.
De la misma forma que ver la televisión ha influido en la manera de ver el cine en las salas (donde hoy se habla y se come como si se estuviera en casa), el desaforado hablar telefónico ha contagiado al otro, al personal. Como si se hubiera extendido la obligación de llenar de principio a fin el tiempo de las comunicaciones, yo veo a cada vez más personas instaladas en una verborrea malsana, individuos que no pueden hacer ni una pausa, y que antes le repetirán a uno diez veces las mismas observaciones y anécdotas que abandonar un solo instante el uso de la palabra. Lo he probado todo para intentar frenarlas o contrarrestarlas, a estas máquinas de locuacidad que van en increíble aumento. He permanecido callado más allá de la cortesía, por ver si echaban de menos una respuesta; he tratado de intrigarlas con el breve anuncio de algo interesante que contar por mi parte; he procurado meter baza, apropiarme de la palabra unos segundos; les he hecho desconcertantes preguntas para cortarles el ensimismado hilo; he llegado a ser grosero con algún bostezo, o mirando hacia otro lado. Todo en vano: para estas personas uno es tan invisible como quien está al otro extremo de su teléfono. Les basta saberse acompañadas en sus soliloquios, o la apariencia de la compañía. En estos casos siempre creo que se sentirían mejor si, pese a tenerme enfrente, dispusieran de un auricular y yo de otro. Entonces pienso que deberían ser contratadas para visitar a los presidiarios, al menos a los de las películas.
No hace falta añadir que no poseo móvil ni lo poseeré jamás, pero estoy harto de ver a mi alrededor a personas que viven esclavizadas por él o que esclavizan con él o ambas cosas (lo más frecuente). Porque lo que este invento ha instigado es la propagación de lo que se conocía antiguamente como "incontinencia verbal". La expresión ya apenas se usa, y la razón es muy simple: no se puede ya ver como anómalo lo que aqueja a la mayoría. Y eso es lo malo: empieza a percibirse como normal que cualquier tirano llame a cualquier sojuzgado en cualesquiera momento y lugar para soltarle las tres chuminadas o más bien trescientas que se le hayan pasado por la cabeza, o sencillamente "para charlar". Y si la persona llamada no responde, la solicitación del que llama queda siempre registrada y nunca se pierde en el añorado limbo de lo incumplido y lo no sabido, de tal manera que cada impositivo timbrazo deja su huella e incrementa una especie de deuda agobiante: "Tengo que devolver un montón de llamadas", es la desesperada frase que oigo a mis amistades cuando miran sus móviles tras haberlos desconectado un rato. Esta inmediatez, esta facilidad para contar y decir, esta incontinencia general y esta constancia de las tentativas fallidas han propiciado un abaratamiento y una trivialización del hablar y del escuchar como nunca se habían dado. Puesto que la cháchara es continua y omnipresente, crece la tendencia a no otorgar la menor importancia a lo que se dice ni a lo que se oye. En parte como defensa ante el imparable aluvión de voces, hay mucha gente que ha optado por no prestarles atención en ningún caso, y tal vez eso explique lo ocurrido con el portavoz del Gobierno y los periodistas, que comenté hace una semana, o lo que hoy sucede por norma con las declaraciones de los políticos. Estos se sienten cada vez más impunes para sostener una opinión un día y la contraria al siguiente; para negar que dijeron lo que dijeron, aunque esté grabado; para calumniar o insultar y no hacerse responsables luego de sus falacias ni de sus agravios. Se tiene la sensación de que las palabras no cuentan, de que todas carecen de gravedad y peso y aun de sentido. No es ya que se las lleve el viento, según la inmemorial expresión, sino que se difuminan en el aire solas, nada más salir de las bocas, sin necesidad de la más leve brisa.
De la misma forma que ver la televisión ha influido en la manera de ver el cine en las salas (donde hoy se habla y se come como si se estuviera en casa), el desaforado hablar telefónico ha contagiado al otro, al personal. Como si se hubiera extendido la obligación de llenar de principio a fin el tiempo de las comunicaciones, yo veo a cada vez más personas instaladas en una verborrea malsana, individuos que no pueden hacer ni una pausa, y que antes le repetirán a uno diez veces las mismas observaciones y anécdotas que abandonar un solo instante el uso de la palabra. Lo he probado todo para intentar frenarlas o contrarrestarlas, a estas máquinas de locuacidad que van en increíble aumento. He permanecido callado más allá de la cortesía, por ver si echaban de menos una respuesta; he tratado de intrigarlas con el breve anuncio de algo interesante que contar por mi parte; he procurado meter baza, apropiarme de la palabra unos segundos; les he hecho desconcertantes preguntas para cortarles el ensimismado hilo; he llegado a ser grosero con algún bostezo, o mirando hacia otro lado. Todo en vano: para estas personas uno es tan invisible como quien está al otro extremo de su teléfono. Les basta saberse acompañadas en sus soliloquios, o la apariencia de la compañía. En estos casos siempre creo que se sentirían mejor si, pese a tenerme enfrente, dispusieran de un auricular y yo de otro. Entonces pienso que deberían ser contratadas para visitar a los presidiarios, al menos a los de las películas.
LA ZONA FANTASMA
El País Semanal
5 de octubre, 2003
por Javier Marías
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